La Serpentina no murió. Y si, como miles de lectores, se creyeron la historia del tal Rulfo en la que un simple río bastaba para desaparecer a la líder moral del movimiento vacuno, necesitan poner mayor atención a mis palabras: el calentamiento global es, en gran medida, una venganza bovina en represalia por siglos de esclavitud y maltrato.

Al parecer, las vacas finalmente se cansaron de que estemos mamando de sus ubres, y de ser estereotipadas como animales estúpidos y mansos en monografías y en cuentos infantiles por igual.

¿Creen que soy buey? (ya ven: acabo de dar una muestra, otra más, del porqué las vaquillas se pasan la vida rumiando su odio contra nosotros). ¡Ruego porque así fuera! Pero los hechos no mienten y para que me entiendan debemos partir de lo siguiente:

1) una vaca contamina más que un auto, pues emite a la atmósfera grandes cantidades de metano;
2) todo el ganado de la Tierra, incluidos los cerdos y las aves de corral, constituyen casi el 40% del total de este gas producto de actividades humanas (aquí las vacas podrían aducir que, en rigor, son ellas y no nosotros quienes lo generan, pero no discutamos nimiedades estando nuestra supervivencia en juego);
3) hace 180 millones de años el calentamiento global debido al metano fue el culpable de una extinción masiva de especies;
4) si eres una vaca muy inteligente y que acaba de ser declarada públicamente difunta, como La serpentina, ¿por qué no aprovechar la situación?

Ponte un pasamontañas, convoca a tus hermanas y juntas aceleren el calentamiento global mediante una producción masiva de metano vía flatulencias y eructos; así te libras de una vez y para siempre de una especie en particular nefasta: Homo sapiens.

¡Arde en el infierno, Al Gore, por haber divulgado a los cuatro vientos información que sólo nos competía a nosotros como especie! Las “cowmikazes” del EVLM (Ejército Vacuno de Liberación de Metano) nos han puesto los cuernos, y no les importa sucumbir si con ello consiguen vacunar al mundo de la presencia de futuros humanos.

De haberse consumado al pie de la letra el plan del EVLM (“¡Que no le quiten ni una coma!”, vociferó en su momento el ganado) la Argentina habría sido la primera en requerir ayuda internacional en la forma de millones de máscaras antigases y toneladas de aromatizante de ambiente.

Pero, para nuestra suerte, las vacas averiguaron que, al contrario de la creencia popular, no son sus flatulencias sino sus eructos –también por fortuna y al contrario de los nuestros– silenciosos los que en un 95% contribuyena la emisión de gases invernadero.

Se equivocan si creen que me he limitado a revelar el complot vacuno. Desde que lo descubrí, no hecho más que viajar por todo el mundo en busca de una posible solución.

En tierras australianas recobré la esperanza; su color, por supuesto, tenía que ser verde: un pasto, genéticamente modificado en el laboratorio, que puede ser digerido fácilmente por nuestras bucólicas criaturas, reduciendo así el número de eructos y, en consecuencia, la cantidad de metano emitido por ellas. Desde entonces, llevo conmigo muestras de esa hierba para sembrarla dondequiera que veo moverse unas ubres.

¿Por qué tienen tan mala leche esas abominaciones de pezuña hendida? ¿No les bastó con que, gracias a nosotros, jamás volvieron a preocuparse por comer o ser comidas? Por su culpa ya hace mucho que me declaré por completo intolerante a la lactosa, y espero que quienes mi informe y confesión última se unan de inmediato a mi causa.

A La Serpentina y sus congéneres sólo me queda decirles algo: ¡Váyanse al cuerno!

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Redacción QUO