Es curioso que un hombre que en algún momento de su vida pensó en ser clérigo terminase siendo una de las grandes “bestias negras” de aquellos que creen que las especies que pueblan la Tierra son obra de un Dios todopoderoso; todas las especies, incluyendo la nuestra. Charles Darwin fue ese hombre. Y él mismo explicó, en su luego célebre autobiografía (que compuso en 1876, simplemente para que sus nietos le conociesen mejor) lo que había pensado sobre asuntos religiosos en su juventud. Refiriéndose a los años 1827-1828, escribió allí: “Tras haber pasado dos cursos en Edimburgo, mi padre se percató, o se enteró por mis hermanas, de que no me agradaba la idea de ser médico, así que me propuso hacerme clérigo… Pedí al­gún tiempo para considerarlo, pues, por lo poco que había oído o pensado sobre la materia, sentía escrúpulos acerca de la declaración de mi fe en todos los dogmas de la Iglesia anglicana, aunque, por otra parte, me agradaba la idea de ser cura rural. Por consiguiente, leí con gran atención Pearson on the Creed (Pearson acerca del Credo) y otros libros de teología y, como entonces no dudé lo más mínimo de cada una de las palabras de la Biblia, me convencí inmediatamente de que debía aceptar nuestro credo sin reservas”.

Cayó la Torre de Babel
Gradualmente, sin embargo, llegó a la conclusión de que “no había que dar más crédito al Antiguo Testamento, desde su historia manifiestamente falsa del mun­do, con la torre de Babel, el arco iris como señal, etc., hasta su atribución a Dios de los sentimientos de un tirano vengativo, que a los libros sagrados de los hindúes o a las creencias de cualquier bárbaro”. Pero no renunció expresamente a ser clérigo: “Dicha intención murió de muerte natural cuando, al dejar Cambridge, me uní al Beagle en calidad de naturalista.” Ahora bien, esto no quiere decir que renunciase completamente a las ideas religiosas con las que había crecido, y que tan queridas eran para su esposa, Emma Wedgwood (1808-1896), con quien se casó en 1839. Su reconversión más radical constituyó un proceso largo y sin duda doloroso, ligado al desarrollo de sus ideas científicas, que culminaron en la formulación de la Teoría de la Evolución de las especies mediante selección natural; esto es, en su gran libro de 1859: Sobre el origen de las especies por medio de selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. A la par que juntaba las piezas que compondrían luego su teoría, y de manera más definitiva una vez que la completó, fue modificando sus ideas religiosas. Un pasaje extraído de su autobiografía –que, por cierto, su hijo Francis eliminó al pu­blicarla (todos fueron restituidos en 1958, cuando una nieta suya, Nora Barlow, publicó una nueva edición)– muestran la radicalidad de las ideas a las que llegó.

Redacción QUO