SER HUMANO

¿Qué pasaría si después de bucear no pudieras respirar en el exterior?

¿Qué pasaría si un día, después de bucear, sales a la superficie y no puedes respirar? Esta es la propuesta de este relato de ciencia ficción de David Uclés.

David Uclés es escritor y músico. Ha publicado El llanto del león, y en 2020  Emilio y Octubre (Dos Bigotes), su primera incursión en
realismo mágico. El relato de ciencia ficción que hoy publica en QUO.es es inédito. La propuesta del relato es esta: ¿Qué pasaría si un día, después de bucear, sales a la superficie y no puedes respirar?

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Inversión acuática

 

Orfeo y Eurídice / Danza de los espíritus bienaventurados — Willibald Gluck

 

Tres minutos.

El violonchelo gotea agua. Un filo hilo brota desde una de las efes, desahogando una henchida caja de resonancia que apenas consigue rebotar la vibración. El concertista no siente los bajos de sus pantalones mojados; tampoco el resto de los instrumentistas de cuerda aprecian la humedad, impávidos ante el derrame, cuyos instrumentos han comenzado de igual manera a soltar agua por todos sus oídos en efes, calados que ahora son grifos abiertos. Es tal la cantidad de agua saliente de los instrumentos, que la tarima sobre la que los músicos tocan da lugar a una pequeña catarata que muere en el suelo del pequeño teatro. Inundado el patio de butacas, rompen por la presión ejercida las pletinas de anclaje de todos los asientos.

Cuatro minutos.

Antes de que la pieza operística llegue al tercer acto, la sala se ha convertido en algo parecido a un naufragio: flotan los músicos subidos encima de sus instrumentos, aún intentando sacarles sonido, y el público sobre las piezas de madera que con tal destrozo se han desprendido de la arquitectura del sitio.

Cinco minutos.

A tan solo un segundo de que el agua comience a salir por los orificios de los allá presentes y de que se rajen sus pieles y se tinte la marejada de rojo, Celia aparta esta fantasía de su cabeza y logra quitarse el auricular estropeado sin detener su entrenamiento: apnea estática. Quiere batir el récord femenino: nueve minutos sin respirar bajo el agua. Entrena con piezas de música clásica. Sabe que el día que aguante tres veces la duración de La danza de los espíritus bienaventurados de Willibald, estará lista para la competición. Mientras tanto, deberá comprarse un par de auriculares nuevos, unos más impermeables que no agüen la música que escucha a través de estos.

En sus entrenamientos diarios en la piscina de su casa, no solo se concentra con música, sino también mediante la imaginación. Por ejemplo, suele traer a la mente escenas que recrea una y otra vez sobre las amas japonesas, de quienes tanto leyó.

«¿¡Cómo pueden seguir sumergiéndose en el agua siendo tan mayores!?

¿Sabrá mejor la pesca tradicional que la moderna?».

Siete minutos.

Su reloj luminoso le va avisando del tiempo que yace sumergida; su piel, también. Casi ha aprendido a fiarse más de las arrugas de sus yemas que de la pila del Casio que lleva en la muñeca. Quiere terminar el entrenamiento. Sabe que no ha sido uno de sus mejores. El auricular derecho llenándose de agua arruinó su concentración, obligándola a sacar el brazo hacia la superficie para depositar los cascos.

Ocho minutos y medio.

Se da por vencida. A la tarde volverá a intentarlo, así le dará tiempo a acercarse al bazar electrónico y a descargarse una nueva pieza de música sobre la que trabajar.

Ocho minutos y cuarenta y siete segundos.

El reloj detiene la cuenta tras abandonar el agua; hipersensibilidad atmosférica. La cabeza de Celia asoma tras los brazos, agitándola generosamente hacia los lados para despejar el agua de sus orificios. Abre la boca y pide su recompensa, el momento más feliz de cada mañana: la primera respiración tras el primer ejercicio de contención de aire. Pero no puede. Algo le ocurre. Un nudo a la altura del pecho le impide inspirar. Su respiración se encuentra bloqueada, pero en sus pulmones no hay agua.

Celia no es capaz de reconocer qué le ocurre. Se siente cada vez más débil. Lucha por no hundirse. Intenta reducir los aspavientos y calmarse. Cree lograrlo, pero enseguida nota que sigue sin respirar y vuelve a agitarse bruscamente. Siente en el interior de su torso una presión negativa enorme, como si sus pulmones se hubieran plegado al vacío y no lograran volver a inflarse.

Un miliciano con el torso ametrallado y el rostro hacia su pueblo.

Un contenedor de tierra cayendo sobre un globo de agua.

Un conejo en un cortafuegos rodeado de fuego.

Un pez en el vientre de una ballena.

 

Ante tal situación, a nadie se le habría ocurrido como último acto reflejo sumergirse nuevamente en el agua. Pero a Celia, el fondo de la piscina le es sinónimo de paz, así que decide dejar de forzar la salida y volver a sumergirse; quizás su último acto volitivo. Una vez adentro, recobra las fuerzas y siente que el desmayo la abandona.

No lo sabe, tardará en darse cuenta, pero está respirando de nuevo.

«Mis pulmones han vuelto a desplegarse», piensa, alejada de cualquier lógica, tan solo aliviada por no haber muerto y estar respirando —debajo del agua.

Volverá a salir y volverá a ahogarse.

Volverá a sumergirse y volverá a respirar. 

«¡Tu esposa parece que tiene branquias en vez de pulmones!»

Sara no se acostumbra a ser su esposa. Legalmente dejaron de ser novias hace un par de años, pero no le gusta llamarla así; demasiado anticuado. Solo le queda referirse a ella como mi chica, o mi pareja cuando cree deber ocultar su sexualidad.

Le gusta observarla desde la ventana que da a la sala climatizada sin que ella lo aprecie; desde dentro del agua apenas se ve el exterior. Al estar iluminada solo la enorme piscina y no el resto de la sala, la luz no deja ver más que el agua y los baldosines. A veces suele acercarse al canto de la piscina con una toalla cuando ve que la mañana se le echa encima y que Celia sigue en remojo. Hoy es uno de esos días. Coge la toalla y se sienta en una silla junto al borde a esperarla. Nunca la interrumpe. Sabe que, a lo sumo, tendrá que salir en menos de diez minutos. Pero esta vez no sale. No lleva la cuenta del tiempo exacto, aunque intuye que ha debido de batir el récord mundial de apnea. «Como siga sumergida, batirá el masculino también».

Feliz de saber que ha logrado su objetivo, se acerca a la piscina para recibirla y felicitarla en cuanto emerja, pero esta sigue sin salir. No yace inmóvil y concentrada, como de costumbre, sino que se mueve de un extremo de la piscina al otro, agitada, con un brío nervioso. Sara le hace señas desde el exterior; Celia la reconoce y comienza a sacudirse a una mayor velocidad dentro del agua, sacando solamente sus brazos y piernas del agua, dando patadas y manotazos al aire, como si estuviera jugando o se estuviera ahogando.

No juega. Su rostro no transmite juego o alegría.

Su esposa reconoce en su mirada la desesperación y el miedo.

Se lanza al agua y acude en su ayuda; «quizás se haya hecho daño y no pueda salir sola». Con una fuerza nada habitual en ella, a pesar de los bruscos movimientos desesperados que Celia realiza, consigue auparla y sacarla del agua. El bordillo bajo le facilita el movimiento.

El cuerpo de Sara no deja de agitarse aun estando fuera de la piscina. Parece como si convulsionara. Le retira el cabello de la cara, pues el gorro hace tiempo que se lo arrancó. Intenta inmovilizarle la cabeza, teme que se descoyunte el cuello.

Se miran.

El rostro de Sara refleja una angustia máxima, la desesperación de una persona que, efectivamente, se está ahogando. Sus facciones han perdido la tonalidad: el bermellón de sus pómulos, las rosáceas pecas, los labios rosas. Todo lo que antes lucía vivo y encarnado luce ahora casi muerto; violáceo, negro y blanco. Mortecino.

Celia quiere hacerle la maniobra del boca a boca e intentar liberar sus pulmones. «¿Cómo puede haber tragado agua hasta tal punto y no haberse desmayado? ¿Qué puedo hacer por ella? ¿Qué hago?». Como si Sara hubiera entendido la pregunta que Celia se hace para sí, le señala la piscina. Claudia, afligida, viendo cómo el cuerpo de su esposa va perdiendo la fuerza, no entiende el mensaje y, en lugar de devolverla al agua, se inclina hacia ella, le realiza el masaje cardíaco y le insufla todo el aire que puede.

No fue hasta el día de la autopsia que le descubrieron branquias en lugar de pulmones.

-Podríamos haberla guardado en un estanque.

-Se habría muerto de frío.

-En uno dentro de casa.

-¿Cómo un pez en una pecera?

-¡Pues la habríamos llevado al mar!

-Habría muerto por la diferencia alcalina del agua. ¿Nunca tuviste peces?

Entonces, ¿tú qué habrías hecho?

Baltasar Pérez

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