Sin lugar a dudas no era el personaje más simpático de su época. En algunos sitios se rumorea que era la mujer más bella de la Europa del siglo XIX, una reina de estilo y drama. Modelo, señora, musa autodesignada, narcisista, agente secreto… Si hay algo que saber sobre la condesa italiana de Castiglione (Virginia Oldoini), es que era extremadamente vanidosa, perturbadora y misteriosa. 

Fue enviada a París en 1856 con el fin de competir por los ‘favores’ de Napoleón III de Francia. Algo que, por supuesto, consiguió. En sus haber goza de buenas habilidades: cuatro idiomas, dominio de la música y la danza y una belleza que definían como inigualable: alta, rubia, esbelta y con unos ojos verdes-violetas que llamaban poderosamente la atención. No en vano, la llamaban «la perla italiana«.

En un principio, las habilidades que más destacaban de Virginia eran las de manipuladora y agente secreto. Seducir a Napoleón no tenía otro fin que influir en él para lograr la unificación italiana. Cosa que también consiguió. La conspiración fue ideada por el primo de la condesa, el primer ministro Camillo Benso (Conde de Cavour), quien habló con Virginia y le pidió que conquistase a Napoleón III para favorecer el proceso de unificación. La participación de la condesa fue decisiva, pero se ganó una terrible enemiga: Eugenia de Montijo.

Pero la condesa también tenía otros intereses menos comprendidos o habituales. Cultivó su celebridad a base de cientos de sesiones de fotografías autodirigidas o llevadas por el fotógrafo Pierre-Louis Pierson, lo que la convirtió en una estrella de la fotografía. En un momento en el que esta todavía estaba en su infancia, la condesa exhibía imágenes que podrían compararse con una colección de Kim Kardashian. Fue su vanidad y la obsesión con su propia belleza lo que definió todo en su estilo de vida. La identidad, el estatus e incluso su desaparición giró en torno a este don con fecha de caducidad, pero que ella pensaba que duraría para siempre.

La locura de los selfies

Los favores de Napoleón III le proporcionaron una rica vida social. Su recién descubierta influencia le hizo merecedora de invitaciones a reuniones secretas con líderes internacionales. Por ejemplo cuando la llamaron para encontrarse con el príncipe de Prusia, pudo haber convencido a Otto von Bismarck para evitar a París ser víctima de una ocupación tras la guerra franco-prusiana.

Virginia Oldoni, sin embargo, fue apresuradamente desvinculándose de las labores de inteligencia y se dedicó a tiempo completo a dar rienda suelta a su intensa vanidad durante su vida pública y privada. El tiempo que la Condesa de Castiglione pasó en París estuvo marcado por una intensa obsesión por su imagen que rozaba un narcisismo preocupante. Intrigada por el poco documentado medio fotográfico, se acercó al estudio de Mayer & Pierson, cuyo laboratorio en el Boulevard des Capucines era muy apreciado por los estratos más altos de la sociedad parisina. De esta relación ‘artística’ salieron más de 400 retratos, una cantidad inaudita para aquellos tiempos, dado que la inversión experimental, de mano de obra y económica (pagaba su marido) requerida para realizar una sola impresión era desorbitada.

La Condesa se dedicó a inmortalizar la belleza de su próspera juventud, organizando una serie de escenas dramáticas destinadas a evocar momentos exactos y simbólicos de su vida. Cada imagen fue potenciada con trajes lujosos, una pensada puesta en escena y poses que eran extremadamente innovadoras, no tradicionales y surrealistas; un atrevido toque artístico que añadía más humo a la cortina de misterio que rodeaba su identidad. Es más, detrás del velo de vanidad en el que se escondió, ella misma dirigía las sesiones de fotos para alcanzar un nivel de perfección que solo su mente era capaz de crear.

Pero a pesar de su divina fachada, su piel de porcelana y el estilo teatral que muchas mujeres envidiaron y trataron de imitar, la condesa caía mal. Tenía pocos amigos y casi nunca hablaba con mujeres. Su marido la dejó tras tres años de matrimonio y fue descubierta como espía del conde de Cavour, lo que la obligó a volver a Italia furiosa y arruinada y pasar de estar de fiesta todo el día a estar recluida en una casa de Turín con solo 26 años. No obstante, el gobierno piamontés estaba contento con su trabajo como espía, ya que consiguió su objetivo: Napoleón III declaró la guerra a Austria.

Muchos relatos de personas que la conocieron describen un carácter «arrogante y perturbador» y señalan que «sus fines no estaban claros». Incluso si la condesa era una pionera de la fotografía o una artista, nadie sintió en aquel momento que sus actividades mereciesen ningún honor.

Un final con fundido a negro

De vuelta en París, cuando su bonita mirada se iba apagando y comenzó a envejecer, Virginia se encerró para evitar todas las miradas, convirtiendo su apartamento de la Place Vendôme en su prisión particular. Los espejos del entresuelo fueron desterrados y las superficies cubiertas de negro fúnebre. Solo salía del apartamento por la noche, cuando volvía ocasionalmente a su estudio para planificar otro proyecto fotográfico, que más tarde sería descrito por los críticos como más mórbido y perturbados que los anteriores. Lo hacía con un velo negro que la cubría el rostro, lo que le hizo ganarse el apodo de “la loca de la plaza Vendôme”.

Murió en París a la edad de 72 años sola y olvidada por todos. Antes de su muerte, había intentado valientemente que sus fotografías fuesen exhibidas en la Exposición Mundial de 1900, en una exposición titulada «La mujer más hermosa del siglo». En esta ocasión, no consiguió su objetivo.

En esta fotogalería podrás descubrir algunas de esas extrañas imágenes. No obstante, The Metropolitan Museum of Art almacena la mayor colección de selfies de la Condesa de Castiglione.