La Merlot está intimamente relacionada con la Cabernet Franc, que a su vez es una de las madres de la Cabernet Sauvignon, que fue “concebida” por la Sauvignon Blanc, hija de la Traminer (conocida en España como Albarín Blanco), que también es progenitora de la Pinot Noir, madre de la Chardonnay.

Todo este lío de familia ha sido desentrañado en una publicación reciente por Sean Myles, genetista de la Universidad de Cornell, después de analizar el genotipo de unas 1.000 muestras de vino del banco de germoplasma de EEUU. “Encontramos que el 75% de las variedades tenían una cercanía más parecida a la de padres e hijos que a la de hermanos. Antes pensábamos que eran familias diferentes de uva. Ahora hemos descubierto que todas ellas están interconectadas; y no solo eso, sino que son, en esencia, una gran familia”, aseguraba Myles a The New York Times.

José Miguel Martínez Zapater, experto en genética del Instituto de Ciencias de la Vid y del Vino (ICVV) de la Universidad de la Rioja, asegura: “Lo que Myles concluye en su investigación es aplicable a cualquier genotipo, a las variedades que se dan en España también”. Pero ¿a qué se debe tanta consanguinidad?
En primer lugar hay que tener en cuenta que todos los vinos que degustamos hoy en día proceden de la misma especie, la Vitis vinifera, que fue “domesticada” hace unos 8.000 años en las actuales Irán, Georgia y Armenia.

Historia de una saga
Aunque sobre lo que sucedió después no hay demasiado consenso. “Sobre esto hay dos teorías: una que asegura que esta domesticación se expandió a través de diferentes culturas en dirección este–oeste, a lo largo de todo el Mediterráneo, donde llegó con fenicios, griegos y romanos. La otra asegura que después también hubo domesticaciones de variedades de la vid, a partir de poblaciones silvestres, en algunas zonas. De hecho, nosotros hemos encontrado evidencias de que aquí fue así”, apunta Martínez Zapater. Fuera como fuese, de la evolución e hibridación posterior de aquella planta primigenia es de donde proceden las miles de variedades que conocemos en la actualidad.

Otra razón de tan estrecha relación familiar es el modo en que hemos cultivado la vid desde antiguo. “Se trata de la multiplicación vegetativa; es decir, se parte una ramita y, o bien se injerta, o bien se enraíza, lo que da lugar a una nueva planta idéntica. Así se mantienen los caracteres que producen un fruto determinado y sus características primigenias. Y por eso no hay apenas variaciones en el genotipo. Solo las alteraciones somáticas que se van acumulando a lo largo del tiempo. Entre ellas se producen las diferencias de color –tinta o blanca–, estructura, etc.”, asegura Martínez Zapater.

En definitiva, al igual que en las antiguas líneas reales para mantener su estirpe, las familias vinícolas también han evitado la reproducción fuera de la parentela. Y esta homogeneidad genética, como ha ocurrido también a lo largo de la historia entre los reyes, podría traducirse en problemas “de salud” que se perpetúan.
Según Myles: “La falta de diversidad genética podría hacer que una nueva plaga o enfermedad, como ya ocurrió en el siglo XIX con la filoxera, acabara con la mayor parte de las variedades que conocemos”. Algo que pretenden evitar algunas líneas de investigación en genética de la vid, que actúan a nivel molecular para no tener que abusar de fungicidas.

Dennis Gray, biólogo de la Universidad de Florida, por ejemplo, lleva años trabajando en hacer uvas resistentes a la enfermedad de Pierce, una infección de carácter bacteriano que ha provocado grandes destrozos en las vides en EEUU. A fines del año pasado creó una cepa que contiene un gen del gusano de seda que la hace resistente a estas plagas.

¿Uvas transgénicas?
Y no es el único: en la Universidad Politécnica de Ancona, en Italia, también se han desarrollado uvas con capacidad para resistir plagas, entre ellas la propia filoxera. 
Sin embargo, ya se empiezan a oír voces que ponen en duda que el vino resultante de estas cepas modificadas se mantenga dentro de los umbrales de calidad.

Desde que en 2007 se anunció que se había decodificado el genoma de la vid, específicamente el de una variedad de Pinot Noir, se ha hablado de la posibilidad de crear vinos modificados en sus sabores y aromas. De hecho, cuando Nature publicó este hallazgo, los medios de comunicación de todo el mundo resaltaban que esta investigación revelaba que los sabores de las distintas variedades de uva podrían caracterizarse a nivel genómico. ¿Cómo? Pues desvelando el papel que tienen los genes en moléculas como los terpenos y los taninos, responsables de aportar aromas y sabores al vino. También se han estudiado los genes que controlan la producción de resveratrol, la molécula asociada a los efectos beneficiosos para la salud que tiene el consumo moderado de vino, con el fin de potenciarla. Entonces, ¿se harán vinos a la carta genéticamente hablando?
 
No solo de genes vive el vino
“En la vid no hay ingeniería genética como tal, y casi nada de mejora genética tradicional, porque el mercado pide mantener las variedades de élite clásicas. El interés que existe entre los genetistas que trabajamos en este campo se reduce a mejorar los componentes de calidad, la resistencia a enfermedades, sobre todo en el norte y el centro de Europa donde hay problemas de enfermedades fúngicas más acuciantes, y la adaptación de este cultivo al cambio climático”, asegura. 

De hecho, según el enólogo Ignacio de Miguel: “Está de moda hablar de variedades autóctonas, vinos de finca o vinos de pago como un valor añadido. Los vinos más valorados son los que se hacen con la suma de una variedad autóctona, el clima y el lugar de origen, que le confieren una personalidad única. Sin intervenciones. Tanto es así que lo último es apostar incluso por las levaduras autóctonas. Hasta hace poco, la mayoría de las bodegas incluían levaduras seleccionadas y creadas por los laboratorios para hacer un vino “correcto”.  Ahora, esta corriente ultraconservadora defiende utilizar las levaduras que vienen ‘de serie’ en la uva”. Y todavía van más lejos. “Hay laboratorios que van a la finca, analizan los cientos de levaduras autóctonas que produce su uva, las clasifican y cogen las más originales y se las inoculan al mosto, para que el enólogo decida cuáles son las que cree que serán más adecuadas para su vino”, termina De Miguel.

Uno de los laboratorios que hacen esta selección es Lev 2050. Su responsable, David García, asegura: “La uva es como un pastel, está condicionada por las levaduras que la componen y, según nuestros análisis, dentro de una misma variedad hay levaduras muy diferentes a nivel genético. Nuestro trabajo es seleccionar unas levaduras que garanticen que no se pierda el origen, pero que aporten singularidad al vino”.
Las levaduras son tan importantes para el sabor final del vino como la variedad de uva. De hecho, otro hito reciente es la publicación del genoma de Brettanomyces bruxellensis, fundamental en la producción de los compuestos fenolíticos que contribuyen al sabor y aroma del vino. Su producción excesiva es culpable del gusto “a medicina” que ha echado a perder mucho vino; algo que podría evitar este hallazgo.

Milmanda

Aroma muy intenso y complejo, con notas frutales para este Chardonnay con D. O. Conca de Barberà. Bodegas Torres.

Pagos del Moncayo

100% Garnacha y una fermentación autóctona para un vino con aroma a fruta escarchada. Bodega Pagos del Moncayo.

Gémina premium

De cepas viejas de pie franco de Monastrell, este tinto con D. O. Jumilla tiene mucho cuerpo. Bodegas San Isidro.

Flor de vetus

Verdejo dorado, luminoso y con aromas a frutas tropicales y ciertas notas cítricas. Bodegas Izadi.

Martúe

En La Guardia, Toledo, se produce este vino que mezcla Petit Verdot, Syrah, Cabernet Sauvignon y Merlot. Bodegas Martue.

El Regajal

Vino en el que la tierra tiene un gran peso, y mezcla de Tempranillo, Cabernet Sauvignon, Syrah y Merlot. Bodegas El Regajal.