Ocurrió una noche de abril de 1912. Purificación Castellana cenaba tranquila en su palacete art déco de Madrid cuando, de pronto, le cayó un moscardón en el plato y presintió que a su hijo, Víctor Peñasco, de 24 años, le había ocurrido una desgracia. Y no andaba equivocada, como pudo comprobar días después leyendo la lista de desaparecidos del Titanic. Purificación descubrió allí el nombre de su hijo, pero con el apellido equivocado por culpa de una mala transcripción. En lugar de Peñasco, escribieron Renango. ¿Cómo era posible que Víctor hubiera muerto en las aguas heladas del Atlántico si Purificación acababa de recibir una postal suya desde París? La incógnita tardó poco en desvelarse. Según parece, el joven y su reciente esposa, Josefa Pérez Soto, de 22 años, habían dejado en París a su mayordomo, Eulogio, con un puñado de postales donde explicaban lo mucho que disfrutaban de su luna de miel. Le encomendaron la misión de que las enviara una a una todos los días a Madrid, para tranquilidad de Purificación, contraria a las aventuras en barco. Otra versión del hecho descarta el papel protagonista de Eulogio y señala al conserje del hotel donde se hospedaban Víctor y Josefa como el responsable del envío de misivas.

Destinos desiguales

El caso es que la pareja, junto a la dama de compañía asignada, Fermina Oliva Ocaña, sufrieron la tragedia del hundimiento del Titanic, cuyo centenario se celebra el próximo 14 de abril. “A raíz de aquella desgracia, en mi casa cogimos manía a los moscardones. Mi madre ha toreado, ha montado a caballo durante años, era una mujer valiente, atrevida, pero cuando veía un moscardón se ponía mala. No podía evitarlo”, dice Elena Ugarte, sobrina nieta de Víctor Peñasco.

Además de los mencionados Víctor Peñasco, Josefa Pérez Soto y Fermina Oliva, iban a bordo Julià Padró, Emili Pallàs, Florentina Duran, su hermana Assumpció Duran, Encarnación Reynaldo y Servando Ovies. No todos ellos corrieron la misma suerte. Unos murieron ahogados, otros vivieron para contarlo; en cualquier caso, sus vidas se han convertido en punto de referencia de nuestro imaginario colectivo cuando sale a flote el nombre del Titanic. Para sorpresa del mundo entero, aquel barco, calificado de indestructible por su capitán, Edward J. Smith, enterró a 1.503 pasajeros en el fondo oceánico tras chocar contra un iceberg que medía 30 metros de alto y 120 de largo, aproximadamente.

Esta historia empezó, para Víctor y Josefa, cuando él leyó la propaganda del Titanic en el restaurante Maxim’s de París. En aquel momento, la pareja ya llevaba gastadas más de 290.000 pesetas de las época, unos 800.000 euros actuales. Ambos querían vivir una aventura bañada en lujo. Lo que nunca imaginó Víctor es que acabaría, días más tarde, despidiéndose de su amada con un breve: “Adiós, Pepita, que tengas mucha suerte”, sobre la cubierta del barco. Ella y Fermina escaparon en el bote número 8; él murió ahogado. Por su parte, el asturiano Servando Ovies corrió el mismo destino fatídico. “Quizá Víctor Peñasco, tal como Fermina especuló en alguna ocasión, pudo haber salvado la vida disfrazándose de mujer, tenía la cara aniñada. Recordemos que las mujeres y los niños gozaban de preferencia a la hora de subirse a los botes”, señala Ana María Gálvez Bermejo, ex alcaldesa de Uclés, Cuenca, pueblo donde nació Fermina. “Rechazo dicha posibilidad. Como mucho, argumentos de este tipo solo sirven para escribir novelas. La realidad fue distinta. Víctor murió ahogado”, asegura contundente Elena Ugarte. Lo que sí sabemos seguro, “tal y como narra Walter Lord en su obra A night to remember, es que la condesa de Rhodes tuvo que consolar el llanto amargo de Josefa Pérez Soto”, dice Carles Bonet, uno de los pioneros en el estudio de los españoles que embarcaron en el Titanic.

“Mi padre tenía dos años cuando ocurrió todo aquello. Una vez me dijo que la abuela se volvió loca de dolor tras enterarse que su marido murió ahogado en el Titanic. Y se gastó parte de la fortuna familiar tratando de encontrar su cuerpo. Al final, lo localizó en el cementerio de Mount Olivet, Halifax, Canadá. Muchos años después, llegó la revolución castrista, yo pasé 20 años en la cárcel y ya perdimos contacto con la familia de Avilés. Una lástima”, recuerda por vía telefónica, con voz pausada, desde Cuba Servando Ovies, de 80 años. Es nieto del fallecido Servando Ovies, aquel emprendedor asturiano que ejerció de gerente del Palacio de Cristal, una de las más prestigiosas sederías de La Habana a principios del siglo XX. Y seguimos el rastro de aquella tragedia entre recuerdos convertidos en bruma. Porque, dejando a un lado algunas fotos y testimonios en boca de los descendientes, casi no quedan huellas materiales de aquel viaje.

Gerard Pallàs, médico y nieto de Emili, nos cuenta que su abuelo “murió el 14 de abril de 1940, el mismo día que se hundió el Titanic, pero 28 años después. Siempre recordó cuando cayó del barco y se lesionó una pierna. No sabía nadar. Menos mal que su amigo Julià Padró le metió bajo un banco del bote número 9. Los heridos no se admitían allí, pero él tuvo suerte”. Por su parte, las hermanas Florentina y Assumpció salvaron la vida navegando a bordo del bote número 12. Días más tarde, Julià, Emili, Florentina y Assumpció se reencontraron en Nueva York. Mención aparte merece Encarnación Reynaldo. De ella no se sabe nada.

El fin de un coloso flotante.

“Recordemos que el Titanic se construyó a principios del s. XX. Fue una época de grandes desafíos, existía el convencimiento de que se podía lograr cualquier proeza. Desde conquistar el Polo Norte hasta edificar torres tan altas que alcanzaran el cielo. Era un barco seguro si atendemos a las normas de seguridad de entonces. Cuando se hundió, hubo que hacer una cura de humildad”, apunta Agustí Martín Mallofré, vicedecano de Relaciones Institucionales y Promoción de la Facultad de Náutica de Barcelona.

Excepto Encarnación Reynaldo, que embarcó en la localidad inglesa de Southampton el 10 de abril, el resto de los españoles de nuestra historia tomaron el Titanic en Cherburgo, Francia, un día más tarde. Víctor Peñasco, Josefa Pérez, Fermina Ocaña y Servando Ovies viajaban en primera clase. Assumpció y Florentina Duran, Julià Padró, Emili Pallàs y Encarnación Reynaldo iban en segunda. Destino final: Nueva York. “Las comidas eran excelentes. Había un gran equipo de profesionales en la cocina del barco, dispuesto a satisfacer los paladares más exigentes. […] El sábado 13, comunicaron al Titanic los daños sufridos por el Rappahannock cuando navegaba a través de un campo de hielo. […] Más tarde, solo 12 horas antes del choque, el vapor alemán Noordam informa que hay mucho hielo. […] Pero la vida en el Titanic transcurre sin contratiempos dentro del orden establecido para cada clase social que lo ocupaba”, describe Sara Masó en su libro La imprudencia del Titanic (Ediciones La Campana).

A las 23:30 horas del 14 de abril apareció algo borroso en el horizonte. Resultaba difícil descubrir aquella forma lejana sin prismáticos. Pero la llave del armario donde estaban se la quedó en el bolsillo el segundo oficial, David Blair, relevado del cargo en Southampton. Minutos después ocurrió el desastre. El primer oficial, William Murdoch, divisó un iceberg a dos millas. Dio la orden de “fuerte a estribor”, pero su subordinado, Robert Hitchins, giró a babor. Aunque logró corregir el error, ya era tarde. El Titanic colisionó contra un iceberg. Los remaches de acero, de baja calidad, que sujetaban la estructura del buque se desprendieron rápidamente, lo que provocó la apertura de seis grietas. Entonces, el agua gélida entró en los compartimentos.

Presas de la angustia y el miedo.

En pocos minutos estalló el pánico; nadie quería morir ahogado. Para calmar los ánimos, la orquesta tocó el vals Otoño. La doncella Fermina Oliva permanecía en el camarote C109, frente al que ocupaban Víctor Peñasco y Josefa Pérez. Víctor fue a comprobar lo que pasaba y regresó alterado. Ordenó a las dos mujeres que se enfundaran los chalecos flotadores y subieran a cubierta. Arriba ya reinaban los gritos y las pistolas. Un argentino, del que nunca supieron el nombre, golpeó las cabinas de Julià Padró y Emili Pallàs avisando del peligro. Ellos y sus dos acompañantes, las hermanas Duran, se vistieron deprisa y se lanzaron a la búsqueda de un bote. Servando Ovies se alojó en el camarote D43, cerca del gran comedor de lujo. Llevaba consigo doce cajas de algodón y puntillas, fletados a su nombre por la compañía americana Clafin H.B.& Co. “Nada sabemos de Encarnación Reynaldo. Nunca apareció un familiar que diera testimonio de ella”, asegura firme por vía telefónica Jesus Ferreiro, presidente de la Fundación Titanic.

A ninguno de los supervivientes les gustaba hablar de lo vivido a bordo del Titanic. “Fermina decía que la lanzaron al bote como un saco de paja. Le prometió a san José que si salía de aquello, le haría un novenario en Uclés, su pueblo natal. Evitaba hablar sobre lo vivido aquella noche en el mar”, dice Joaquina Ocaña, sobrina nieta de Fermina. Años después del naufragio, Fermina confesó que recibió un encargo de Purificación Castellana, madre de Víctor Peñasco. Debía identificar el cuerpo del chico en el cementerio de Fairview, Halifax, Canadá. Allí era donde enterraban a todos los muertos del transatlántico. Fermina fue allí y no encontró nada. Como la legislación española obligaba a esperar 20 años para considerar oficialmente muerta a una persona, Purificación “compró” un cuerpo y lo hizo pasar por Víctor. Eso permitiría que Josefa pudiera volver a casarse.

Por su parte, Jaume Estapé Padró recuerda que, a pesar del hundimiento, su bisabuelo Julià Padró “llegó a América. En Nueva York se recuperó del drama vivido. Después marchó a Cuba, allí hizo fortuna. Julià venía todos los años a celebrar las fiestas de Lliçà d’Amunt (Barcelona), su pueblo natal. Hablaba del Titanic solo si le preguntaban. Decía que nunca había visto tanto lujo flotando en el mar”. Ese barco dejó un recuerdo imborrable en las vidas de los supervivientes españoles, y quizá también lo haga en nuestra memoria. Tras la celebración del centenario, este 14 de abril, lo sabremos.

Emili Pallàs y Aurora Rabasa

Emili Pallàs se casó con Aurora Rabasa y, después de la experiencia del Titanic, volvieron a Cataluña, probablemente desde Nueva York. El matrimonio abrió una panadería en la calle Consell de Cent de Barcelona.

Emili Pallàs y Julià Padró

Emili aparece junto a su amigo, Julià Padró, que hizo fortuna en Cuba como empresario. Julià se casó con Florentina Duran. La pareja vivió toda la vida en Cuba.

Victor Peñasco

Con 24 años, era el rico heredero de una de las grandes fortunas españolas y nieto de José Canalejas, primer ministro de Alfonso XIII. Se casó con Josefa Pérez Soto el 8 de diciembre de 1910. La luna de miel, antes de embarcar en el Titanic, les llevó al casino de Montecarlo, la Ópera de Viena, el Convent Garden de Londres y el Maxim’s de París. Su certificado de defunción decía que tenía la profesión de gentleman.

Purificación Castellana Moreno.

La madre de Víctor Peñasco quiso que la pareja de novios residiera con ella en el palacete familiar del número 9 de la calle de Fernando el Santo en Madrid. Pero ellos prefirieron alquilar su propio piso en la calle de Montalbán, muy cerca de la plaza de Cibeles. Pagaban por él 2.500 pesetas al mes, unos 6.000 euros actuales. Nunca llegaron a disfrutarlo.