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El comerciante de Pentsch. Johannes Cuntius era un concejal de Pentsch, en Silesia. Un día de 1592, mientras estaba convaleciente de una caída de caballo, un gato negro entró por la ventana y le atacó hasta matarle. Pero no llevaba ni dos días muerto cuando surgieron rumores sobre la presencia del espectro del difunto. Se le atribuyeron violaciones, enfermedades y profanaciones. La leyenda dice que al desenterrarle, su cuerpo estaba intacto, y al abrirle una vena brotó sangre fresca. El cadáver fue incinerado y la maldición desapareció.

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Un no muerto en Kringa. En 1672, en esta aldea croata se empezó a hablar, tras la muerte de un tal Jorge Grando, de una figura extraña que rondaba por la noche. Se decía que si el espectro llamaba a una casa, sus habitantes morían, y la viuda de Grando afirmaba que el espíritu de su marido le chupaba la sangre. Por eso, se abrió la tumba de Jorge y, al ver el cuerpo incorrupto, un sacerdote invocó el nombre de Cristo. Se cuenta que el rostro del “no muerto” se llenó de lágrimas. Le clavaron una estaca, pero como rebotaba, le cortaron la cabeza y acabaron así con el maleficio.

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El horror de Kisilova. Peter Plogojovitz murió en 1725 en Kisilova (Serbia). En los días siguientes perecieron otras ocho personas y se desató una ola de histeria que llevó a las gentes del lugar a jurar que habían visto al espíritu de Plogojovitz estrangulando a las víctimas. Por esa razón, un oficial imperial abrió la tumba. Se cuenta que el funcionario acreditó que del sepulcro no emanaba hedor alguno, que el cuerpo estaba fresco, que la barba y las uñas habían crecido y que en la boca había restos de sangre. El cadáver fue empalado con una estaca y quemado.

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Paole, el bebedor de sangre de Medvedja. Del serbio Arnold Paole se contaba que había sido atacado por un vampiro y se había salvado gracias a un sortilegio consistente en ingerir tierra de la tumba del chupasangre. Pero tras su muerte en 1725, se dijo que salía de su sepulcro para asesinar a otras personas. Al desenterrarlo vieron el cuerpo sin descomponer y con restos de sangre en los ojos y la boca. Los vecinos quemaron sus restos y los de sus víctimas, pero la plaga prosiguió, propagada por varios “animales-vampiros” a los que había atacado Paole.

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El vampiro de Mikonos. En 1700 fue asesinado un campesino de Mikonos (Grecia). Tras su entierro se extendió el rumor de que se le veía caminar de noche, atacar a la gente por la espalda y cometer otras muchas fechorías. Por eso, ofrecieron una misa en la capilla donde estaba inhumado, para extraer el demonio que suponían que le poseía. Luego, le cortaron la cabeza y un carnicero le sacó el corazón, mientras gritaban brucolacos (o vricolacos), que es el término que les daban a estos presuntos “no muertos”. Más tarde, sus despojos fueron reducidos a cenizas.

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El último ‘reviniente’ de Nueva Inglaterra. La familia Brown de Exeter fue diezmada por la tuberculosis en 1872, época en la que las supersticiones sobre esta enfermedad aún eran comunes en la América rural. La madre fue la primera en morir, y la siguieron sus dos hijas. Cuando enfermó el hijo varón, los vecinos persuadieron al padre de que la causa del mal eran los muertos. Exhumaron los cuerpos y vieron que el de una de las chicas estaba fresco. Se quemó el cadáver y el enfermo se bebió las cenizas, aunque no sanó.

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Un falso vampiro serbio que aterrorizó a Toledo. En 1918, un cortejo fúnebre partió de Cartagena para llevar a La Coruña los restos de un misterioso serbio. Se dice que al parar en la localidad de Borox (Toledo), el cadáver salió del ataúd y desangró a varias personas. Eso es lo que afirma la tradición, pero los investigadores han descubierto que ni el serbio ni dicho viaje existieron jamás. La historia es un fragmento de las Noches lúgubres (1964) de Alfonso Sastre, pero que la imaginación popular convirtió en leyenda urbana.

Redacción QUO