Edificios semienterrados por las arenas del desierto, grandes avenidas en las que el silencio espectral solo es roto por el zumbido del viento, amasijos de hierros oxidados entre los que sobresalen los restos de un viejo juguete infantil… Contemplar una ciudad desierta transmite una idea aproximada de cómo sería el capítulo siguiente al fin del mundo. ¿Pero por qué se abandonan lugares que durante décadas (y en ocasiones hasta siglos) fueron el hogar de generaciones enteras? Hay causas para todos los gustos: desde catástrofes naturales a accidentes radiactivos, pasando por guerras.

Cada ciudad fantasma tiene su propia y dramática historia, y aquí podrás descubrir las más impresionantes de todas.

Víctimas de la energía nuclear

A pocos metros de la costa japonesa se alza el islote de Gunkanjima, que pertenece a la prefectura de Nagasaki. En 1890 fue adquirido por la compañía Mitsubishi, que instaló allí una explotación minera de carbón. Poblada inicialmente por unos pocos miles de obreros, su censo fue creciendo de forma espectacular hasta convertirse en el segundo lugar con mayor densidad de población del mundo (solo superado por la Ciudad Amurallada de Kow­loon, de la que hablaremos más adelante). Para alojar a sus habitantes se construyeron bloques de apartamentos, y para su esparcimiento, cines, salones de juego, piscinas… En definitiva, todo lo necesario para que los mineros y sus familias disfrutaran del ocio en aquel reducido lugar. Pero algo se torció.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mucha gente empezó a enfermar, aumentaron los casos de cáncer y también la mortalidad. Empezó a correr el rumor de que el sitio estaba contaminado por la radiactividad (no olvidemos que sobre la cercana Nagasaki cayó una de las bombas atómicas), y aunque esta tesis nunca fue confirmada oficialmente, cada vez más gente abandonó su trabajo allí. Finalmente, en 1971, la empresa decidió cerrar la explotación y la ciudad quedó definitivamente vacía. El Estado japonés compró el islote, y actualmente su acceso está restringido al público.

Igualmente, en un principio también se negó oficialmente la posibilidad de que existiera contaminación radiactiva en la ciudad rusa de Prypiat, cercana a la central atómica de Chernobyl, cuyo reactor estalló el nefasto 26 de abril de 1986. A los habitantes de la ciudad se les dijo que se trataba de un incendio, mientras varias unidades del Ejército tomaban la localidad y obligaban a los ciudadanos a evacuarla inmediatamente. No se les permitió llevarse na­da; se fueron con lo puesto. Las mascotas y animales del lugar fueron sacrificados a tiros por los soldados, e incinerados luego en una gran pira.

Actualmente, Prypiat es una ciudad momificada. Todo en ella está como lo dejaron sus habitantes, y la naturaleza ha ido poco a poco comiéndole terreno al asfalto. Así, los árboles crecen ahora en sitios por los que antes circulaban coches, reventando sus raíces las aceras por las que antes caminaban los despreocupados peatones.

Fiebre de diamantes y oro

Afortunadamente, no todas las ciudades fantasma del planeta padecieron sucesos tan trágicos. La mayor parte de ellas fueron poblaciones erigidas por la aparición de yacimientos mineros, y se despoblaron tras agotarse los recursos naturales.

Es lo que sucedió, por ejemplo, en Kolmanskop, Namibia, una ciudad erigida en 1903 tras el descubrimiento de una mina de diamantes. Rápidamente se convirtió en una urbe de hasta cinco mil habitantes, con iglesia, estación de ferrocarril y teatro. Fue incluso la primera ciudad africana en la que se instaló una máquina de rayos X, aunque la función del aparato no era sanitaria, sino de vigilancia, ya que con ella examinaban las entrañas de los obreros, para comprobar que no se habían tragado ningún diamante. Pero finalmente, el lugar quedó despoblado cuando las piedras preciosas se agotaron, y las dunas del desierto devoraron los edificios y recuperaron lo que era suyo.

Una historia similar a la de Bodie, en California, levantada en 1883 tras descubrirse una veta de oro. El metal dorado atrajo a miles de personas, y la ciudad se convirtió en un auténtico emporio donde corría el whisky, y las peleas y los tiroteos eran moneda común. Su mala fama llegó a ser tal que Mark Twain recogió en uno de sus escritos una leyenda según la cual una niña, cuyos padres tomaron la decisión de mudarse allí para hacer fortuna, rezó la siguiente oración: “Me despido de ti, Dios; nos vamos a Bodie”.

Dos periódicos, una central eléctrica, y hasta un templo taoísta (la localidad llegó a contar con una notable colonia china) dan fe del desarrollo que alcanzó el lugar. Pero una vez más, cuando el oro se agotó, Bodie empezó a agonizar hasta quedar desierta en 1929. Una historia que se ha repetido en decenas de casos, como en Pyramiden (Rusia), en San Juan de Salinillas (México) y en el desierto chileno de Atacama. Sus restos han quedado como testimonio mudo de la efímera acción humana.

Desalojados a la fuerza

Pero también hay poblaciones de las que sus habitantes fueron obligados a marcharse. Uno de ellos fue la Ciudad Amurallada de Kowloon (Hong Kong). Para entender bien la historia de esta comunidad de expatriados hay que conocer la peculiar distribución del territorio de la antigua colonia británica. Hong Kong se divide en tres distritos: Central y Wan Chai, situados en la isla, y Kowloon, al otro lado de la bahía y levantado sobre el continente asiático. A principios del siglo XX, en las afueras de este último existía un fuerte británico, pero una disputa con Pekín sobre la soberanía de aquel terreno acabó con un acuerdo salomónico: se declaró tierra de nadie.

En los años sucesivos, los refugiados que huían de China, y a los que se les negaba asilo en Hong Kong, se quedaban a vivir en el viejo fuerte. La población del recinto fue creciendo, y se levantó una improvisada ciudad, aunque la imposibilidad de expandirse más allá de aquel recinto de 2.000 m2 obligó a levantar edificios encima de los edificios. La Ciudad Amurallada se convirtió así en un engendro de hormigón, cuyo interior era un laberinto de callejuelas de un metro de anchura a las cuales no alcanzaba la luz del sol. Llegaron a vivir allí más de 50.000 personas, y se convirtió en el lugar con mayor densidad de población del planeta. En 1985, Hong Kong obtuvo la soberanía sobre aquella parcela, y en 1993 se ordenó su desalojo. La Ciudad Amurallada aún permaneció en pie, aunque deshabitada, hasta 2003, año de su demolición.

No solo los enclaves miserables acaban desalojados; también los prósperos, como le sucedió a Fa­magusta, en Chipre. Con una docena de hoteles de lujo, playas y restaurantes, a finales de la década de 1960 era uno de los principales destinos turísticos del Mediterráneo. Pero el sueño acabó en agosto de 1974: el Ejército turco atacó la ciudad y provocó la huida en masa de sus habitantes y de los turistas. En 1984, los turcos se retiraron, después de que la ONU promulgase una resolución declarándola tierra de nadie.?Desde entonces, Famagusta es otra ciudad fantasma más, vigilada por soldados y rodeada por una alambrada, a través de la cual sus antiguos habitantes contemplan sus hogares de antaño preguntándose si algún día podrá regresar.

Redacción QUO