Los médicos soviéticos llegaron a la conclusión de que las ilusiones de reformar la sociedad, la lucha por la verdad y la perseverancia en ciertas ideas eran síntomas de esquizofrenia. En palabras de Nikita Khruschev, actualmente hay todavía más locos en Rusia: “Podemos decir con claridad -dijo en 1959- de aquellos que se oponen al comunismo que su estado mental no es normal”. Por eso, la enfermedad fue diagnosticada a un tercio de los prisioneros políticos que acabaron en manicomios. La llamaron esquizofrenia indolente.

La política de patologización de la disidencia conllevó experimentos científicos perversos, que fueron inspirados por la información que la KGB obtuvo tras la Segunda Guerra Mundial de los campos de concentración nazis. Allí, la investigación clínica era sinónimo de sadismo.

Cuando el grueso de los presos políticos internados en duras clínicas mentales fueron liberados, en 1988, fue patente la magnitud del horror. Alrededor de 5,5 millones de personas fueron borradas de los registros psiquiátricos. Una año más tarde, se comprobó que, en realidad, había más de diez millones de personas inscritas en instalaciones con capacidad para 335.200 camas.

Redacción QUO