La historia del saqueo no tiene desperdicio de lo lamentable que llega a ser. Pero también es un instrumento inigualable para apreciar los avances de la civilización. Un buen ejemplo de ello es la historia de la primera brigada de bomberos de la que se tiene constancia, una fuerza de 500 esclavos -arquitectos y maestros de obras- que el magnate y senador romano Marco Licinio Craso puso en funcionamiento el siglo I a.C. Las malas lenguas dicen que eran los propios bomberos los que prendían fuego a los edificios, puesto que el lucrativo servicio de Craso había que pagarlo.

La clave de su negocio no estaba en tener un cuerpo de incendiarios a su servicio, algo que no se ha demostrado aunque sea muy probable. El instinto de Craso para los negocios se manifestaba en la peculiar manera de actuar de las cuadrillas: sus bomberos llegaban rápidamente al fuego, pero no comenzaban a extinguir las llamas hasta que no habían negociado el precio del servicio.

Según el historiador Plutarco, Craso se hizo inmensamente rico con el negocio -aún más rico, pues ya era adinerado de cuna-. Tenía el monopolio de un sector en el que no faltaba trabajo: Roma era una urbe floreciente en la que cientos de miles de personas vivían entre lámparas de aceite y montones de paja, tenderetes y vigas de madera.

En muchas ocasiones, la negociación giraba directamente en torno a la venta de las ruinas que quedaban tras el incendio. Según Plutarco, Craso se hizo con gran parte de los solares de Roma con esta estrategia, pues compraba los edificios en llamas y los colindantes. También pujaba por las propiedades de los ciudadanos que habían sido proscritos gracias a la inmensa influencia política del particular jefe de Bomberos -de hecho, formó parte del primer triumvirato romano.

El negocio de los bomberos privados prosperó durante un tiempo, pero la fórmula cayó en desuso rápidamente. El siglo siguiente fue testigo del nacimiento del primer servicio público, también en Roma. Se llamabacuerpo de vigilesy estaba compuesto por operarios que transportaban el agua en cadenas humanas, por profesionales que la dirigían hacia el incendio con bombas de mano y por personal que apuntalaba los techos de los edificios. Eso sí, poco pudieron hacer estos profesionales por salvar a Roma del incendio del 64 d.C., aquel que las malas lenguas atribuyen al emperador Nerón.

Andrés Masa Negreira