Un grupo de expertos del Baylor College of Medicine se basaron en una extraña relación para este hallazgo. Los expertos observaron que numerosos estudios epidemiológicos que señalaban que la obesidad de las madres durante el embarazo, aumentaban el riesgo de sus hijos de desarrollar desórdenes neurológicos, entre ellos los asociados al autismo. A ello se le agrega que muchas personas diagnosticadas con desórdenes del espectro autista (ASDs, por sus siglas en inglés) también padecían problemas gastrointestinales recurrentes.
Debido a la creciente evidencia que vincula la flora intestinal con el cerebro, los investigadores, liderados por Mauro Costa-Mattioli, sospecharon que en el ASDs también podría haber una conexión. Para ello alimentaron a unos 60 ratones hembras con una dieta de alto contenido graso. Cuando estas tuvieron cría, les dieron una dieta normal. Al mes, estas últimas comenzaron a mostrar síntomas de desórdenes sociales, como pasar menos tiempo con sus pares o no iniciar interacciones.
Luego, para comprobar si existía algún vinculo con el microbioma de los roedores, se colocó a las crías en jaulas con otras que no mostraban desórdenes. Debido a que los ratones comen la materia fecal de sus compañeros de jaula, la intención era restaurar la flora intestinal. A las cuatro semanas se pudo observar una notable mejoría en las habilidades sociales de los ratones. Finalmente, analizaron genéticamente la flora microbiana y descubrieron que una bacteria específica, Lactobacillus reuteri, estaba reducida casi nueve veces en las crías con desórdenes sociales, respecto a las otras.
“Otros grupos de investigación – señala Costa-Mattioli –han utilizado fármacos o estimulación eléctrica del cerebro como métodos para revertir algunos de los síntomas de comportamiento asociados con trastornos del desarrollo neurológico, pero puede que este sea un nuevo enfoque. Si resulta eficaz en seres humanos, es algo que no sabemos todavía. Lo que sí hemos descubierto es una forma interesante de afectar el cerebro por medio de la flora intestinal”. El estudio ha sido publicado en Cell.

Juan Scaliter