Algunos, incluso, se ubican permanentemente en ella, y otros pueden decir que la experimentaron nada más nacer. Venir al mundo meses antes de lo normal y vivir durante semanas entre la vida y la muerte es quizá la manera más intensa de percibir esa sensación. Todavía más si el nacimiento se produce alrededor de la semana 23 de gestación. Por debajo de ese límite, las probabilidades de supervivencia son de un 10%; a partir de la semana 24 se disparan casi al 60%. En medio hay siete días en que los neonatos viven en el límite. Los médicos se refieren a esa semana como la “zona gris”, un espacio en el que reina la incertidumbre. En unos días se despejará la incógnita de si el cuerpo minúsculo del recién nacido, con apenas unos centenares de gramos y unos órganos semidesarrollados, es o no capaz de engancharse a la vida. También se le atribuye ese color porque la duda se convierte en protagonista. Invade a los padres cuando, en los casos más graves, tienen que decidir si las secuelas que se prevé que arrastre su hijo de adulto hacen de su futuro algo digno de ser vivido. “Las más habituales son la parálisis cerebral y la ceguera; el pulmón da problemas al principio, pero pasados un par de años suelen resolverse”, apunta Carmen Rosa Payás, jefa de Neonatología del Hospital 12 de Octubre de Madrid. Entre los neonatos, el 20% arrastrará de por vida secuelas graves. La mitad de los niños con parálisis cerebral tiene el antecedente de haber nacido muy prematuramente y, entre las personas con déficit visual grave, el 17% lo constituyen niños que al nacer pesaron menos de un kilo y medio.

100 días en un hospital
Pero la zona gris puede tintarse de negro cuando la supervivencia depende del dinero de que se dispone para sacar al recién nacido adelante. No es el caso de España, donde no se limitan los recursos, pero sí de Estados Unidos, donde todo depende de la cobertura de tu póliza de seguros. El promedio de estancia en el hospital de un niño menor de 1.000 gramos es de unos 100 días, y el coste de salvarle la vida sobrepasa el medio millón de dólares. Los padres de Riley Potter (las fotos de su ingreso hospitalario ilustran este reportaje) no se vieron en esa tesitura, pero como todos los padres de neonatos, pasaron momentos de incertidumbre. La tensión es tan grande que desemboca muchas veces en una depresión. Riley nació en Florida, Estados Unidos, el 5 de junio del año pasado, acaba de cumplir 10 meses y casi la mitad de su vida la ha pasado en un hospital. Ha completado en una incubadora el desarrollo que la mayoría de los niños completan en el útero materno. Riley nació cuando su madre acababa de cumplir la semana 22 de gestación, su cuerpo cabía en la palma de la mano y pesaba 450 gramos. Sin embargo, su organismo, en apariencia insignificante, se había desarrollado casi por completo, solo necesitó durante tres meses respiración artificial, para que sus pulmones adquirieran la madurez suficiente para poder respirar por sí solos. A tan temprana edad, 13 millones de niños como Riley pasan su primer gran examen. Solamente a una minoría, los que viven en los países desarrollados, la medicina les da su primera oportunidad.

Menos efectos colaterales
Los avances terapéuticos permiten lo que hace 20 años era imposible. En 1977 únicamente el 10% de los niños que nacían con un peso entre 500 y 750 gramos sobrevivía, hoy el porcentaje roza el 90%. Entre los neonatos con menos de un kilo de peso al nacer, la supervivencia hace 30 años era de un 40%, en la actualidad casi todos sobreviven. El “milagro” hay que atribuírselo en buena parte a una familia de medicamentos: los esteroides. Han salvado la vida de millones de niños. Administrados durante el embarazo, sirven para madurar el sistema nervioso, pero, sobre todo, la función respiratoria. Que un neonato sobreviva o no depende en gran parte de lo desarrollados que estén sus pulmones; si responden, el resto es mucho más fácil. Los esteroides facilitan que en un niño de 23 o 24 semanas, los alveolos, el lugar donde se produce el intercambio de gases entre la sangre y el aire respirado, se desarrollen lo suficiente para poder respirar con ayuda externa. Tal y como ha evolucionado la medicina, cabe preguntarse: ¿nacerán niños con 18 o 20 semanas de gestación? Según la doctora Pallás, es un objetivo descartado: “No merece la pena incrementar la supervivencia a costa de un aumento de niños con discapacidad”. Y esa sigue siendo una asignatura pendiente: un 30% de los prematuros nacidos con menos de un kilo de peso tiene secuelas neurológicas leves, y un 15% graves. Reducirlas contribuiría a que la zona gris de la que hablan los médicos alrededor de la semana 23 de gestación fuera un poco menos oscura. En ese momento, los ojos del niño, parcialmente abiertos, pueden percibir ya la luz.

La madurez empieza antes de venir al mundo
Lo saben los profesores, los padres y todo el que tenga que lidiar con niños y con niñas: ellas maduran antes que ellos. Algunos dicen que, entre los adultos, también ocurre. Puede discutirse; lo que está fuera de toda duda, según los médicos, es que los prematuros de sexo masculino tienen muchas menos posibilidades de supervivencia que los de sexo femenino. La doctora Carmen Rosa Pallás lo ha comprobado en docenas de casos: “Si tenemos un niño y una niña de 24 semanas, ella se comporta como si tuviera 25”. En la zona gris, a medio camino entre la vida y la muerte, una semana puede inclinar la balanza. ¿Por qué esta diferencia? Es una pregunta para la que la medicina no tiene respuesta clara. Pero lo cierto es que, si se analiza la salud de hombres y mujeres, esa constante se repite a lo largo de toda la vida. De hecho, los hombres son más vulnerables que las mujeres a casi todas las enfermedades.

Francisco Cañizares

Redacción QUO