Qué guasón es el destino. De los cientos de hoteles que hay en Madrid, Joy atina a alojarse en uno cuya puerta principal queda entre una exuberante jamonería y una franquicia de carne argentina. Allí recibe a Quo para comentar Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas, su último libro. La obra es más un alegato contra la dieta eminentemente cárnica que domina el mundo que un manual de iniciación a las motivaciones profundas de las dietas vegana y vegetariana.

Leyendo el libro y hablando con la autora se masca a la primera que sus dos luchas más encarnizadas son contra el silencio y contra la imposición de la carne en la dieta. “Existe una invisibilidad del carnismo: si no hay un término que lo defina, no existe. El esquema es: hay veganos y vegetarianos, y luego todos los demás. Así que comer animales aparece como algo dado más que una cuestión de elección”, explica Melanie Joy. En esa lucha de palabras, Joy ha creado el término carnismo para oponerlo a vegetarianismo y veganismo. Y en el libro cuenta cómo la industria cárnica está sustituyendo el concepto matadero por eufemismos como planta o factoría cárnica.

Según Joy, hay tres enes que tratan de justificar la dieta carnista: que comer animales es normal, natural y necesario. Ella duda de la legitimidad del proceso por el cual algo llega a ser normal (“¿Porque es habitual y aceptado? Antes también lo eran el asesinato y el secuestro”) pero se detiene –también en el libro– en el hecho de que se considere natural. “Nuestros ancestros comían carne, sí, pero era una proporción pequeña comparada con frutos y vegetales”, relata.

Pero eso depende de en qué momento de la historia de la evolución del hombre nos situemos, admite. A lo que ella repone pasando a la tercera ene: “La cuestión, al final, es: ¿es necesaria para nuestra supervivencia como animales? No”. Pero eso es discutible si recordamos que grandes paleontólogos y antropólogos como Juan Luis Arsuaga dan por hecho que el consumo de carroña impulsó el desarrollo del tamaño del cerebro y, con ello, las capacidades cognitivas que nos hicieron humanos.

¿Cómo que especies comestibles?

La psicóloga, en cambio, menciona (sin dar más detalles) otros “antropólogos e investigadores que creen que no está probada esa relación de causa y efecto” entre consumo de animales y desarrollo cerebral: “Hay mucho debate en torno a eso”.

En todo caso, a esta norteamericana galardonada con el premio Ahimsa (que premia el fomento de la concordia) y el Empty Cages (“jaulas vacías”, en defensa de los derechos de los animales) le interesa más el presente. Y aún más las motivaciones éticas de su lucha. Para entendernos, su ánimo está del lado de los animales, no en contra de los hombres carnívoros. Y lo explica así: “¿Haríamos esto a un [perro de raza] golden retriever? ¿Lo mataríamos solo porque a la gente le gusta cómo saben sus patas? Deberíamos reflexionar sobre por qué querríamos hacerle eso a un individuo de otra especie”. Y continúa: “El carnismo debería entender que no se trata de clasificar las especies en comestibles y no comestibles. Porque esa mentalidad nos ha enseñado a no sentir nada dependiendo de qué especie se trate”, afirma Melanie Joy.

“¿Comer carne se acepta porque es lo habitual? También lo eran el secuestro y el asesinato, y ahora son impensables”

[image id=»63306″ data-caption=»Plaza y Valdés edita este libro que se ha traducido ya a nueve idiomas. Está basado en la tesis doctoral de la autora.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Entre sus argumentos encontramos los ya conocidos de los defensores de los derechos de los animales, como evitar el sufrimiento inútil del ganado: “Hay algunos valores humanos que son comunes a todos: compasión, justicia, honestidad, reciprocidad… Y participar en el carnismo significa ayudar a imponer dolor a los animales. A la mayoría de la gente le preocupan los animales, la justicia, la verdad… Y el sistema requiere que contradigamos esos valores. Por eso quiero crear conciencia”, culmina la autora del libro.

Bien, entonces no tendrá inconveniente en que alguien coma la carne que caza, ¿no? Reconoce que es más fácil de entender, y sobre todo no niega que haya quien no tenga otro sustento. Pero tampoco le gusta: “Si puedo elegir, quiero vivir sin matar a nadie. Y algunas veces matar un animal salvaje es incluso más cruel, porque ese animal tiene una vida que está disfrutando; tiene una vida, como todos nosotros, que le gustaría seguir viviendo”.

¿Y para comer plantas no hay que matarlas?, le preguntamos? “Sí, matamos plantas. Pero mi meta es hacer el menor daño posible. Por el simple hecho de estar viva estoy causando daños. Si quiero comer plantas, mejor será que lo haga directamente, que no a través de animales; porque para alimentar ese trozo de carne que voy a comerme ha habido que matar muchas otras”, argumenta. Por cierto, ¿cómo y por qué dejó usted de comer carne? “Me puse enferma después de comerme una hamburguesa. Y entonces cayó en mis manos información sobre el tema. Yo tenía 23 años. Ahora tengo 44”. Ah, pues no los aparenta.

Redacción QUO