La obscenidad de hacer pelotillas con las secreciones nasales y regocijarse en ellas con la punta de los dedos suele reservarse, salvo casos especialmente groseros, a la intimidad. Con un deleite similar, más de uno escupiría cada vez que le viniese en gana, haría sus necesidades fisiológicas allí donde le pidiese el cuerpo o dispararía algún tufo en plena oficina. Pero estas acciones están vetadas por el más elemental manual de buenas maneras.

¿Demasiado remilgo o, como algún político ha insinuado, nos hemos acostumbrado a vivir por encima de nuestras necesidades higiénicas? Podría ser, pero ser remilgado es una cualidad evolutivamente necesaria y nos ha salvado de epidemias y catástrofes. Con tal excusa despega una nueva disciplina científica, disgustology (en inglés), algo así como la ciencia del asco y los buenos modales, que recuerda que si estornudásemos a cara descubierta, más de 8.000 microgotas atestadas de bacterias saldrían desbocadas alcanzando velocidades de 16 kilómetros por hora, y una onda expansiva de 60 centímetros a la redonda quedaría atiborrada de gérmenes e impurezas muy comprometedoras para nuestra salud.

Ya en los manuales de urbanidad del siglo XV abundaban los consejos sobre cómo sonarse la nariz. Y en el siglo XVI, cuando la peste empezaba su asedio, el papa Gregorio quiso salvar la cuestión del estornudo con una discreta, pero inútil, exhortación a sus fieles para que acompañasen el gesto con la archiconocida bendición ¡Jesús!, como si con ella espantasen a los bichos. Hasta don Quijote, que no era muy prolijo en su higiene corporal, le recomienda a Sancho no “erutar delante de nadie”, cosa que el escudero hacía a capricho.

Si estornudáramos a cara descubierta, más de 8.000 microgotas atestadas de bacterias se esparcirían a nuestro alrededor. Es mejor cubrirse la boca y la nariz

Eran otros tiempos, y si al asco se le asignó un papel protector y decisivo en nuestra evolución, las normas del saber estar han sido y son una herramienta clave para la salud humana. “Incluso ahora, que vivimos en un entorno bastante aséptico, siguen formando parte de nuestros hábitos a la hora de comportarnos en sociedad, vivir nuestra sexualidad, alimentarnos, optar por un candidato político y seleccionar a la persona de la que nos enamoramos”, explica la epidemióloga Valerie Curtis, directora de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres y una de las precursoras de la disgustología, cuya esencia ha plasmado en su obra Don’t look, don’t touch: the science behind revulsion (No mires, no toques, la ciencia detrás de la repugnancia).

Saliva: un arma de destrucción masiva

Para empezar, y después de estudiar los hábitos de higiene en diferentes lugares del mundo durante más de tres décadas, Curtis logró identificar siete detonantes del asco: gente de tamaño anómalo; mala salud con síntomas evidentes, como pus; escupitajos y otros actos poco higiénicos; señales de infección sexual, como mal olor; comida podrida; animales enfermos o transmisores de enfermedades, como ratas, cucarachas y moscas; y por último, la contaminación. Y si algo le quedó claro a Curtis, fue que a todos –en la India, Bolivia, Tasmania, España, Uganda…– nos repugnan las mismas cosas.

Esa sensación de asco explica que casi cada uno de los preceptos que conforman el protocolo cotidiano tenga en su origen un criterio científico. Sería una suerte de pepito grillo o mosca cojonera que nos incita a la lucha o a la huida ante un arma de destrucción masiva como puede ser la saliva. En cada milímetro de nuestras babas conviven unos cien millones de bacterias. Ante este dato, Curtis recuerda el poder de las buenas maneras como habilidad ancestral para evitar el traspaso de enfermedades. Por eso nos lavamos las manos a menudo con jabón, un acto muy simple que puede salvar más de un millón de vidas al año en el mundo.

En un bar de Reino Unido, un cartel recuerda lavarse las manos para “no llevarse el baño puesto”. Y con él, las más de 400 bacterias que allí viven

Steven Pinker, psicólogo de la Universidad de Harvard, lo define como una “microbiología intuitiva” que nos llevó a evitar de modo innato posibles causas de contaminación mucho antes incluso de que supiéramos que existen los gérmenes, descubiertos a finales del siglo XIX. Así, la costumbre de ofrecer una oración antes de comer como agradecimiento fue, en su raíz, una plegaria a los dioses para que la comida que se disponían a ingerir, a menudo podrida o venenosa, no resultase letal.

El interés por las buenas maneras ha llegado también a España. Bonifacio Sandín, catedrático de Psicopatología de la UNED, encuentra en la emoción básica del asco el engranaje de gestos y rituales que han permitido la adaptación del ser humano. “Nuestro organismo está preparado para asociar ciertos estímulos a reacciones de asco o repulsión. Si una persona prueba un alimento y, por cualquier razón, le produce enfermedad o indigestión, es muy probable que experimente asco durante bastante tiempo a tal alimento. Es un mecanismo defensivo contra la contaminación y la enfermedad”.

El pañal cambia si el bebé es nuestro

El asco nos ha protegido evolutivamente de riesgos muy graves. “El problema”, indica Sandín, “es que sea excesivo, desproporcionado con respecto al estímulo amenazante y capaz de convertirse en trastorno fóbico y perturbar la vida de la persona. Aun siendo así, podría tratarse mediante terapia cognitivo-conductual de forma similar a como se trata el miedo”.

Si los detonantes son universales, la sensibilidad al asco, sin embargo, no es ni mucho menos común, lo que explica que nuestro código de buenas maneras siga patrones diferentes. Por ejemplo, un objeto extraño provoca más escrúpulo que uno propio, y para una madre el pañal de caca de su hijo no produce tanto asco como el de otro bebé. Las mujeres son, por cierto, más sensibles a esta emoción negativa que los hombres.

Ignacio Jáuregui Lobera, director del Instituto de Ciencias de la Conducta de Sevilla, menciona también que ciertas personas de naturaleza obsesiva y escrupulosa desarrollan mayor propensión y, como consecuencia, alteraciones conductuales relacionadas con la comida. Sus estudios le han llevado a ver el asco en el origen de algunos trastornos alimentarios, de ansiedad y obsesivo compulsivo. “A veces, la amenaza ni siquiera es real”, cuenta. “Si alguien introduce una cucaracha esterilizada en un vaso de agua, surge la idea de contaminación y repugnancia. Probablemente, nadie bebería esa agua.”

Igual que nos ha permitido evitar el contacto con ciertos transmisores de enfermedad, el asco afecta también a nuestra ideología. Diferentes investigaciones han hallado, por ejemplo, una mayor sensibilidad en individuos con tendencia política conservadora y juicios morales más estrictos. David Pizarro, psicólogo de la Universidad de Cornell (mira abajo su conferencia para TED), y el holandés Yoel Inbar, de la Universidad de Tilburg, descubrieron que los olores desagradables pueden acentuar el repudio –en personas liberales y en conservadoras– hacia grupos minoritarios, como homosexuales.

Y tomando el asco como pista resultaría fácil inclinar hacia el partido más conservador a los votantes aún indecisos. Estas conclusiones no están exentas de riesgo. La psicóloga Sophie Russell, de la universidad británica de Kent, comprobó que en un proceso penal esta emoción negativa puede contaminar el sentido común de un jurado e impedirle llevar a cabo un juicio justo.

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Redacción QUO