Por internet circula una broma que asegura que el pájaro dodo de Madagascar se extinguió porque Darwin se comió el último ejemplar. Evidentemente, no es cierto, pero en el fondo de tan disparatada ocurrencia late un relativo poso de verdad: el padre de la Teoría de la Evolución de las Especies practicaba la zoofagia. Pero para conocer esta historia hemos de trasladarnos a la Inglaterra de 1800, una época en la que se desató entre la comunidad científica británica una pasión desatada por la gastronomía más extravagante, y que culminó en 1880 con la fundación de uno de los clubes de gourmets más extraños del mundo: la Sociedad de Aclimatación.

El cadáver de un puma

En el origen de esa peculiar institución está la figura de William Buckland, un célebre geólogo, paleontólogo y canónigo inglés que escribió la primera descripción completa de un dinosaurio, tomando como base los fósiles por él descubiertos. Pero que también elaboró una Teoría Geológica del Diluvio Universal.

Aunque la faceta que aquí nos interesa de míster Buckland es su cualidad de omnívoro. El naturalista y religioso era aficionado a cocinar y comer los animales más extraños que caían en sus manos. Dicha afición la practicaba en su domicilio, donde comía todo tipo de aves y roedores a la vista de su esposa y su hijo Frank, quien con los años también llegó a ser un distinguido naturalista.

Tal y como relata Ian Crofton en su libro Science without the boring bits, el pequeño Frank se sintió desde muy pequeño fascinado por los extraños gustos culinarios de su padre, pero su progenitor, haciendo gala del célebre dicho “cuando seas padre comerás huevos”, no le permitía probar aquellos extravagantes manjares.

Para tener su primera experiencia con la zoofagia exótica, Frank Buckland tuvo que esperar al parecer al año 1840, cuando, durante su etapa de estudiante en Oxford, tuvo noticia de la muerte de una pantera del Zoológico de Surrey. El muchacho se las apañó para hacerse con el cuerpo y se preparó con su carne un suculento menú. O tal vez no tan suculento, ya que, como reconoció años después, al llevar dos días enterrada, la carne del animal no estaba demasiado buena. Por no decir que ya empezaba a estar en mal estado.

Pero paradójicamente, aquella experiencia le dejó buen sabor de boca y le llevó a fundar la llamada Sociedad de Aclimatación, cuyo objetivo era investigar si especies foráneas de animales pudieran criarse en Inglaterra para que, con el paso del tiempo, llegaran a formar parte de la gastronomía típica británica.

Pronto, dichas investigaciones pasaron a convertirse en la celebración de un ágape periódico en el que Buckland hijo y los demás socios devoraban los animales menos (aparentemente) comestibles que se pudiera imaginar. Gracias a las anotaciones que el omnívoro Frank dejó escritas en su diario, sabemos hoy que allí cenaron desde carne de canguro a babosas de mar. También probaron la trompa de elefante hervida, manjar que míster Buckland describió de una textura similar al caucho, y topo estofado, cuya carne calificó de horrible.

Para hacerse con tan extrañas viandas, los miembros del club llegaron a un acuerdo con el Zoológico de Londres, que, cada vez que fallecía un animal, les enviaba el cadáver para que se lo comieran… ¡Glups!

Al final de sus días, Frank Buckland se vanagloriaba de haber probado prácticamente todas las especies animales existentes en el planeta. Seguramente exageraba, pero debió de andar cerca de lograrlo.

La peor digestión de Darwin

¿Y qué pinta Darwin en esta historia? Pues que el autor de la teoría de la evolución compartía con los anteriores personajes su pasión por la zoofagia exótica. De hecho, participó en algunos de los banquetes que Buckland padre celebró en su casa. Aunque ya era omnívoro antes.

Según relata Bill Bryson en su libro Breve historia de casi todo, durante su travesía en el Beagle Darwin aprovechó sus expediciones para comerse algunos animales que cazó, entre ellos un puma, un armadillo y un búho, cuya carne, según parece, le provocó la digestión más tortuosa de su vida, tal y como relata Bryson. Además, el naturalista y los tripulantes del Beagle se zamparon nada menos que 48 tortugas gigantes que cazaron en las islas Galápagos.

El mismo autor cuenta que Darwin se obsesionó con la idea de probar la carne de una especie de ñandú prácticamente desconocida para la ciencia, y que no cejó en su empeño hasta que el bicho acabó en su plato. Al menos, según Bryson, tuvo el gesto de enviar los huesos que sobraron del banquete a la Sociedad Zoológica de Londres, gracias a lo cual la especie es conocida para la posteridad como Rhea darwinii.

Curiosamente, en homenaje a la faceta zoófaga del legendario científico, cada doce de febrero se celebra en Cambridge la Phylum Feast, que consiste en una orgía gastronómica en la que el objetivo es comer la mayor cantidad de Phyla (categorías taxonómicas en las que se clasifica a los animales) como sea posible.

Quién pudiera comerse un dinosaurio

La afición zoófaga de Charles Darwin y la familia Buckland fue heredada por otra asociación, en este caso con sede en Estados Unidos, conocida como Canadian Camp. Se trataba de un grupo de viajeros, cazadores y aventureros que, a finales del siglo XIX y principios del XX, se reunía una vez al año en el Hotel Astor de Nueva York para degustar algún manjar extraño. La condición era que el animal que se sirviera en la cena tenía que haber sido cazado por el invitado de honor de dicha velada.

A aquellas cenas asistieron personajes como Buffalo Bill, quien aportó la carne de bisonte al menú, y el príncipe Heinrich de Prusia, que sirvió como peculiar delicatessen un rinoceronte de Sumatra. Carne de nutria, oso polar, orangutanes de Borneo… fueron otros de los platos que se degustaron en aquellos míticos banquetes.

La última cena del Canadian Camp se celebró en 1915. Según la crónica recogida en The New York Times de la época, el plato estrella fue la carne de cocodrilo, y el presidente de la asociación lamentó su enorme frustración por la imposibilidad manifiesta de poder probar cómo sabría la carne de un dinosaurio.

Actualmente, la gastronomía exótica ya no es algo tan extraño. Los restaurantes de Hong Kong ofrecen en su carta platos cocinados con medusas como si tal cosa, y en diversos países africanos el viajero sin excesivos escrúpulos puede comerse cualquier variedad de insecto. Pero en los tiempos de Darwin o los Buckland, cuando viajar era un privilegio solo al alcance de los elegidos, la zoofagia exótica era excepcional. Por eso, los protagonistas de este reportaje fueron auténticos pioneros. Bon appétit!

Ciencia y gastronomía

Charles Darwin y la familia Buckland estuvieron unidos por la ciencia y la comida. El autor de la teoría de la evolución conocía perfectamente las investigaciones de William Buckland, aunque se enfrentó (en el plano científico) a él para rebatirle su Teoría sobre la Geología del Diluvio, que pretendía demostrar con “pruebas” la veracidad del episodio bíblico. Pese a ello, la relación entre ambos fue, aunque breve, cordial. Darwin visitó la casa de su colega y rival en dos ocasiones, y en ellas compartieron otra de sus aficiones: la zoofagia exótica con algún menú extraño.

Vicente Fernández López