Gracias a Créative Technologie de Citroën, nos lanzamos al espacio y emprendimos una de las aventuras más innovadoras de este siglo: el turismo espacial.

A cada instante, Begoña repetía una frase que se convirtió en un mantra a lo largo del viaje: “Es la primera vez que…” Begoña es Begoña Palacín, la lectora premiada con el más preciado objeto de deseo del concurso Quo 200. Y el viaje fue a Moscú para experimentar qué se siente al flotar en el espacio, en gravedad cero.

Conocer la capital rusa fue una propina adicional completamente inesperada. La basílica de San Basilio, un paseo por uno de los metros más profundos del mundo (se hunde en la tierra casi 200 metros) y el Kremlin completamente iluminado por la noche, solo sirvieron para anticipar lo que nos esperaba.

El segundo día acudimos a Star City, la ciudad de las estrellas, donde los cosmonautas rusos como Yuri Gagarin se entrenaban para ir al espacio. Allí nos prepararían para nuestro primer vuelo en microgravedad.
Esta técnica es utilizada por diferentes agencias espaciales para entrenar a sus astronautas en condiciones similares a las que se encontrarán en el espacio. Consiste en elevarse en un avión acondicionado específicamente (se le han quitado todos los asientos), hasta alcanzar unos 6.000 metros de altura y súbitamente ascender, en un ángulo de 45º, otros 3.000 metros más, para trazar un arco. Es en la meseta de este arco cuando se consigue emular un entorno de gravedad cero que dura unos 15 segundos. Luego, el avión completa la parábola y desciende nuevamente a los 6.000 metros.

La expresión zero-g para referirse a gravedad cero apareció por primera vez en 1952 en la literatura. No en un artículo científico; ni siquiera en un comunicado de la NASA. Quien primero la usó fue Arthur C. Clarke en su novela Islas en el Cielo. Y Begoña Palacín lo experimentó unas diez veces.

Desde 2008, cuando se efectuaron los primeros vuelos, hasta hoy, menos de 30.000 personas en el mundo han experimentado este tipo de paseo iniciático. Cerca del triple de los turistas que se atrevieron, hace casi 100 años, a abordar los primeros vuelos comerciales entre 1913 y 1917, según rezan las estadísticas del Departamento de Comercio de Estados Unidos. Lo cual nos convirtió en unos privilegiados y casi pioneros turistas espaciales.

Antes de subir al avión, nos dieron instrucciones básicas y se explicó cuánto duraría el vuelo en total, casi dos horas. A esto le siguieron unos minutos de calma que muy poco duraron. Las condiciones atmosféricas, nos informaron, cambiarían muy pronto y teníamos una ventana meteorológica muy precisa y escasa para acometer el vuelo. Los nervios cada vez eran más evidentes: nadie hablaba, ni siquiera tomábamos fotos. Así, en silencio, llegamos a la nave y uno a uno, instructores y viajeros, fuimos subiendo. Allí nos enseñaron el uso del paracaídas que llevaríamos en la primera etapa del vuelo. Pronto despegamos y la ansiedad comenzó a hacerse evidente. Ansia, miedo, expectación y muchas ganas de vivir lo mismo que los exploradores espaciales ocuparon todo nuestro pensamiento. Tanto que esa primera vez, la que Begoña mencionó durante todo el viaje, nos cogió por sorpresa. Súbitamente, las piernas cobraron vida ajena, se elevaron por encima de la cintura con voluntad propia y nos encontramos cabeza abajo sin saber qué ocurría. Ya no teníamos un referente de arriba o abajo: ni siquiera nos era posible desplazarnos de un sitio a otro, ya que al flotar en medio del avión, sin tener un punto de apoyo, movernos era inviable. Pero allí estaban los instructores.: nos lanzaron de un lado al otro del avión, nos volvieron de pies a cabeza y nos hicieron dar cabriolas infinitas: sin casi resistencia del aire, un movimiento bastaba para dejarnos dando tumbos todo el tiempo que quisiéramos. O pudiéramos, ya que solo teníamos 15 segundos en cada parábola.

En total fueron diez vuelos “astronáuticos”, durante los cuales volamos, flotamos, dimos giros imposibles y vertiginosos que pusieron a prueba nuestra capacidad de mantener el mareo a raya, y vivimos una experiencia pionera en la exploración del universo: el turismo espacial. Porque, como dice Peter Diamantidis, fundador de Zero G, empresa que llevó 12.000 personas a probar la microgravedad (entre otras a Stephen Hawking): “Hay dos fuerzas que han abierto todas las fronteras, la búsqueda de recursos y el turismo”. Y en Quo ya probamos una de ellas.

Redacción QUO