Hasta que el siglo XX no redujo todas las pasiones a impulsos eléctricos y reacciones químicas, el órgano del amor fue el corazón. La adrenalina pone el de los enamorados a cien. Durante la relación sexual, la presión arterial se incrementa, la frecuencia de los latidos alcanza los 100 a 175 por minuto, y el ritmo respiratorio pasa de 12 respiraciones por minuto a 40. Todo un esfuerzo cardíaco en aras de la pasión.

Un esfuerzo que tiene su compensación. Un estudio de la Universidad de Nueva York dice que el amor reduce la presión arterial. Pero, por más provechosas que sean para la circulación, las pasiones no nacen del corazón. Llegan a él para alterarlo. Y esperemos que no dejen de hacerlo hasta que el corazón, “el primer órgano que vive y el último que muere”, según Aristóteles, se estremezca con su último latido.

Redacción QUO