Decía Jenófanes de Colofón, filósofo griego del si­glo VI a. de C., que los dioses los hemos inventado a nuestra imagen y semejanza, al contrario de lo que dice el Génesis. Seguramente, para que puedan realizar todas aquellas fantasías que a nosotros nos están vedadas. No le faltaba razón a Jenófanes, pues a poco que curioseemos en la mitología griega, encontraremos las pruebas de su afirmación. Los mitos que la pueblan son extravagantes, desmesurados, irracionales, imposibles y épicos, muy muy épicos. No en balde, un mito es el relato de un comienzo, de hechos memorables y ejemplares acaecidos en un tiempo lejano y prestigioso; narraciones de las irrupciones de lo sagrado en los orígenes, que explican, entre otras muchas cosas, el nacimiento del Universo, de los dioses y de los seres humanos y, por supuesto, el hecho de que seamos sexuados y mortales.

Totipotentes
Desde luego, muchos de ellos parecen expresar nuestras más íntimas e inconfesables fantasías, como la búsqueda de la pareja perfecta, el anhelo por experimentar el mismo placer que el otro sexo, el deseo de no tener límites en las relaciones sexuales y la pretensión de ser capaces de gestar y dar a luz siendo varones.
Dioses, héroes, faunos, adivinos, ninfas y todo tipo de personajes mitológicos concebidos por los seres humanos fueron capaces de conseguirlo. Hurguemos en el sentido de un mito relatado por el propio Platón en El Banquete: el mito del andrógino, que parece esclarecer el enigma del deseo, la identidad sexual y la búsqueda de pareja.
Relata Platón por boca de Aristófanes: “No eran dos, como ahora, los sexos de las personas, sino tres: masculino, femenino y el andrógino, que participaba de ambos. Las personas tenían forma redonda, con la espalda y los costados en círculo; poseían cuatro manos, cuatro pies, una sola cabeza con dos rostros iguales, situados en dirección opuesta, sobre un cuello circular, cuatro orejas y dos órganos sexuales” (380 a. de C.).

Añorar el otro sexo
Por conspirar contra los dioses, cada individuo fue cortado en dos mitades. Por esta razón, nos cuenta de nuevo Aristófanes: “Una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad y entrelazándose unos con otros, morían de hambre por no querer nada separados. Zeus, entonces, se compadeció, cambió hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que, utilizándolos, tuviera lugar la generación a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba con mujer, engendraran, pero si se encontraba con varón ­–o, si era mujer, con otra igual–, tuvieran, al menos, placer en el contacto. Desde entonces es el amor de unos a los otros innato en los seres humanos y restaurador de la antigua naturaleza”.
Este mito remite al origen de nuestro mal. Un mal cuya curación consiste para nuestra especie en la mayor de las felicidades y que solo el deseo puede conseguir: reconstruir la antigua unidad perdida, que nos devuelvan nuestra condición original y un estado absoluto de plenitud. Obedece a un íntimo y profundo anhelo de reencuentro con uno mismo en el ser deseado; y al mismo tiempo explica, por una parte, la profunda sensación de plenitud de la unión sexual, y por otra, la polarización del deseo desde nuestro mismo origen, hacia uno u otro sexo por razones puramente naturales y biológicas. Somos fragmentos, como tan acertadamente señaló W. Jaeger en Paideia, los idea­les de la cultura griega (1933), y anhelamos unirnos a nuestra mitad correspondiente. ¿Acaso no nos sentimos así cuando estamos enamorados? Tiresias era un célebre adivino de la ciudad de Tebas, hijo de Everes y de la ninfa Cariclo. Según una de las versiones del mito, a nuestro personaje no se le ocurrió mejor cosa que hacer de voyeur y contemplar desnuda a la pudorosa Atenea mientras se bañaba en un río. Atenea no se anduvo con contemplaciones y le dejó ciego, aunque la diosa le concedió, a cambio de la vista, el poder de la adivinación.

Eros y Psique, una historia de amor
La bella Psique soñaba, pero no sabía que Eros la deseaba. Él vio cómo el padre de Psique, obedeciendo al oráculo, la abandonaba en una roca y Céfiro la transportaba hasta un profundo valle, donde Hipno la sumió en un profundo sueño. Cuando ella se despertó, sintió la presencia de Eros. Él le advirtió de que, si llegaba a verle, podría desaparecer. Sin mirarse, cada noche se entregaban sus cuerpos. Psique, inducida por sus hermanas, descubrió el bellísimo rostro de Eros. El dios cumplió su amenaza y huyó para siempre. Desolada, Psique abrió el frasco de Juvencia y se durmió profundamente. Entonces Eros la buscó y la deseó. Zeus se apiadó de ellos y permitió a Eros que la despertara de un flechazo y les concedió la inmortalidad para amarse eternamente. El sueño de Psique se hizo realidad.

Redacción QUO