Durante el rodaje en Boston de la película Infiltrados, en la que trabajaban ambos, Wahlberg alquiló un jet privado para regresar a Los Ángeles a pasar el fin de semana. Al enterarse, Leo le preguntó si tendría inconveniente en llevarle a él también. Mark, por supuesto, le cedió un asiento. Pero el domingo, cuando estaba a punto de tomar el avión para volver a Boston, recibió una llamada de Di Caprio. “Eh, Mark, tío, si puedes esperarme media hora me voy contigo”, le dijo. “Vale, pero procura no retrasarte”, le respondió Walberg, algo lógico ya que el alquiler de la aeronave era por horas.

Y horas fue lo que tuvo que esperar Mark Wahlberg en el aeródromo antes de que llegara su compañero. “Lo siento, pero es que mi novia se puso cariñosa y…”, fue su disculpa. Wahlberg se tragó su enfado pero cuando al fin de semana siguiente Di Caprio le dijo que si iba a volver a coger el avión no se olvidara de llevarle, le propuso: “¿Y por qué no lo alquilamos a medias?”. Aunque Leo le respondió que nanay, que no iba a dar ni un dólar a una compañía que deterioraba el medio ambiente. Como era de esperar, Wahlberg le dijo que si quería ir a pasar el fin de semana a casa, hiciera autostop.

Un cantante sanguijuela
Pero vamos a romper una lanza a favor de ciertos gorrones, porque algunos son seres realmente entrañables. Como Andrew Ridgeley. ¿Cómo? ¿Que quién es? Pues el moreno del grupo Wham!, ese personaje del que casi nadie (bueno, sin el casi) se acuerda. Andrew y George Michael eran los típicos amigos del instituto a los que les dio por formar un dúo musical que, de la noche a la mañana, tuvo éxito. Solo había un problema: George cantaba, tocaba instrumentos y hasta componía. ¿Pero que hacía Andrew? Pues por no hacer, ni siquiera los coros. En sus actuaciones Andrew se limitaba a mover las caderas al son de la melodía, ocasionalmente entonaba las estrofas del estribillo, y luego se volvía hacia Michael y chocaba con él la palma de su mano en señal de colegueo. De hecho, en 1983, la revista británica New Express Musical afirmaba: “¿Es Andrew un parásito que vive a costa de su compañero?”. La gota que colmó el vaso fue cuando Andrew le birló la novia a su compinche. Porque antes de descubrir su auténtica orientación sexual, George estuvo saliendo con Karen Woodward, la morena de Bananarama que acabó en los brazos de Ridgeley.

Tras aquello, los asesores de Michael le hicieron quitarse la venda de sus ojos: “Tú eres la estrella, George”, vinieron a decirle, “y no necesitas a ese gorrón para triunfar”. Y efectivamente no lo necesitaba. George Michael mandó a paseo a su amigo y se convirtió en una estrella del pop, mientras Andrew se gana la vida con una tienda de accesorios de buceo. Andrew Ridgeley es el mejor ejemplo de que vivir del cuento es un arte. Pero la especie del gorrón encantador no abunda. Por eso, debemos regocijarnos de que uno de sus últimos ejemplares sea un español. Se llama Javier Jurdao y alcanzó notoriedad como humorista de El club de la comedia, pero desde hace diez años vive sin oficio ni beneficio.

El cineasta Fernando Merinero le dedicó el documental Un millón de amigos, en el que describe su peculiar existencia. Jurdao nunca pide nada. Simplemente llega de visita a casa de algún amigo; se queda a comer, a dormir… y así hasta que le hacen ver que ha llegado la hora de irse. Agarra su petate y se acopla en casa de otro conocido. ¿Un caradura? Tal vez. Aunque él, muy digno, lo niega: “Soy un antropólogo de las emociones”, afirma. Si él lo dice

Redacción QUO