Sin embargo, cuando la relación sexual finaliza se tiene cierto sentimiento frustrante, por no haber encontrado lo que se buscaba. ¿Por qué? ¿Qué esperamos cuando deseamos a alquien?
Hace miles de años, cuando los humanos comenzaron a serlo, ocurrió una gran revolución. La más importante de todos los tiempos. Una revolución que cambió profundamente la sexualidad. Fue igualitaria y femenina. La actividad sexual trascendió el umbral de la procreación, y las hembras protohomínidas se independizaron de la época de celo y de sus hormonas. Empezaron a responder eróticamente y, en consecuencia, pasaron a tener una disponibilidad sexual permanente y de origen neurológico, como hasta ese momento le ocurría al macho. Comenzaron también a desear, y “obligaron” a los hombres a ser deseables. La necesidad de contacto y de comunicación física inundó por completo la sexualidad de los monos desnudos.
Todo ello influyó decisivamente en la esencia de nuestros anhelos sexuales, por un lado, mucho más parecidos entre hombres y mujeres que entre machos y hembras de otros primates, y por otro, más llenos de matices y, en consecuencia, más complicados. Por eso definirlos, describirlos, desmenuzarlos y, en definitiva, comprenderlos, no es tarea fácil para los especialistas.

Placer en tres dimensiones
En 1997, Fuertes y López plantearon un modelo explicativo multidimensional del deseo sexual en el que se incluyen tres componentes diferentes: la activación neurohormonal, la disposición cognitiva-emocional (variables psicológicas) y la presencia de estímulos sexuales externos o internos (fantasías sexuales).
Se requiere la puesta en marcha de las tres dimensiones para que el ser humano tenga la experiencia del deseo sexual. Solo de la interacción entre ellas se puede explicar el desarrollo de este sentimiento. Intentar comprender sus entresijos y motivaciones es complicado, y hay quien, en un intento de simplificación, se limita a explicarlos bajo el paraguas de meras determinaciones genéticas, enzimáticas u hormonales.

Redacción QUO