Pero, más allá del regusto morboso que experimentan personajes como estos, uno no puede evitar preguntarse cómo se sentiría al conocer la noticia de su propia muerte. ¿Cómo un espectro? Porque así fue como lo describió el escritor español Emilio Carrere, autor de La torre de los siete jorobados, tras leer su obituario en 1936. Durante la Guerra Civil, el autor fue recluido en un sanatorio.?Una mañana, al mirar un ejemplar de Fotos, revista del bando nacional, vio el siguiente titular: “Carrere asesinado por los rojos”. El escritor siguió leyendo la noticia, en la que el redactor se lamentaba: “¿Por qué matarían a un hombre tan generoso y tan bueno que jamás se metió en política?” Superada la impresión inicial, Carrere envió un artículo a la revista titulado Soy un fantasma, en el que decía: “Soy un resucitado que ha tenido la desconcertante experiencia de poder leer su esquela mortuoria, lo que me ha dejado una grata sensación, ya que en toda mi vida me han dedicado epítetos tan elogiosos como los que aparecían en ella. Espero no tener que morirme de verdad para que alguien vuelva a escribir bien sobre mí”. Más expeditivo fue el novelista Rudyard Kipling, quien, tras leer la noticia de su deceso en una revista, les envió un telegrama pidiéndoles que, ya que había muerto, no olvidaran borrarle de la lista de suscriptores.
En otros casos, de tanto insistir, al final se acaba acertando. Fue lo que le ocurrió a The New York Times con el papa Benedicto XV. En enero de 1922, el diario publicó que el pontífice había muerto de una pulmonía. Si bien el papa estaba enfermo, todavía seguía con vida. Aun así, el periódico volvió a anunciar su muerte días después. Pero nada, Benedicto XV se resistía a emprender su postrero viaje. Finalmente, el diario publicó que el Papa había experimentado “una mejoría milagrosa”. Y mira por dónde, dos días después Su Santidad expiró.
Pero aunque estas anécdotas parezcan divertidas, a veces tienen fatales consecuencias. Como le ocurrió al líder antirracista Marcus Garvey, quien en 1940 sufrió un ataque al corazón. Creyendo que había muerto, el diario Chicago Defender publicó su obituario, y la impresión que le provocó al propio Garvey leer aquel texto (nada elegante), que le describía como un hombre amargado y fracasado, le causó un nuevo infarto que, esta vez sí, se lo llevó a la tumba.

La enciclopedia asesina
Sería injusto echar la culpa de todos estos equívocos unicamente a la prensa, porque muchos libros y hasta prestigiosas enciclopedias han incluido obituarios erró­neos. Lo demuestra el caso del historiador español Ramón Carande, quien a principios de la década de 1970 sintió la curiosidad de saber qué decía de él la recién publicada Enciclopedia de la Cultura Española. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que, según el texto, había fallecido unos años antes. Indignado, el erudito envió una nota en la que decía: “Quiero rectificar un error del tomo V, página 479, según el cual he muerto en Sevilla en 1968. ¡Todavía no!” Como respuesta, recibió una carta de la editorial que afirmaba: “Nuestra obra está escrita con rigor. Si dice que usted ha muerto, es que realmente lo está”. En ocasiones, errores como este tienen consecuencias positivas para la Humanidad. En 1896, el hermano de un célebre inventor falleció en París. Un diario confundió las identidades y, creyendo que quien había muerto era el científico, publicó un duro obituario en el que le calificaba como “mercader de la muerte”. El inventor en cuestión era Alfred Nobel, creador de la dinamita, quien al leer aquellas palabras meditó sobre el legado que iba a dejar a la Humanidad y se decidió a fundar los premios Nobel.

El gaticidio de Cherie Blair
Pero no solo los seres humanos son víctimas de estos equívocos. A algunos animales también los han matado prematuramente, como a Humphrey, el gato de Downing Street, que vive allí desde los tiempos de Margaret Thatcher. Los rumores han liquidado al pobre animal en dos ocasiones; la última se dijo que el felino había reventado por los escobazos que le propinó Cherie Blair, histérica tras ver cómo se orinaba en una alfombra. Pero lo cierto es que el felino sigue allí, vivito y coleando, contemplando cómo se desmorona el Gobierno de Gordon Brown.
Y si a alguien le pica la curiosidad morbosa por saber cómo reaccionarán sus conocidos tras su muerte, que tenga cuidado, porque podría sucederle lo que a Amir Behabovic. Este bosnio de 45 años simuló su fallecimiento en 2003 y celebró su propio entierro para ver cómo afectaba su muerte a quienes le rodeaban. Pero no debió impresionarles mucho, porque ni una sola persona acudió a su falso entierro. Para eso, mejor no morirse.

Vicente Fernández López