Ya no creemos que las dietas bajas en grasa sean la solución.” Son las declaraciones de la doctora Linda van Horn, del Comité de Nutrición de la American Heart Association. La AHA es una institución sin ánimo de lucro y la mayor propagandista hasta la fecha de la idea de que las grasas saturadas son las culpables de los ataques al corazón. Es un cambio de opinión muy importante, después de casi cincuenta años de demonizar las grasas. Son ideas que se convierten en folclore. Ideas con las que tus padres te educaron. Por eso tú crees que los yogures con 0% de grasa son más sanos, por eso bebes leche desnatada y te pones aceite de oliva en lugar de mantequilla en las tostadas. Un exceso de grasa animal tiene que ser malo porque así nos lo han enseñado, fin de la cuestión.

Come más grasa, pierde barriga

Sin embargo, el peso de la evidencia está haciendo que poco a poco, las instituciones médicas de todo el mundo rectifiquen, especialmente en EEUU. Quizá tenga que ver con el hecho de que, tras medio siglo, un tercio de los americanos son obesos, más del doble que cuando empezó la fiebre antigrasa.

En septiembre de este año se publicó un estudio en los National Institutes of Health de EEUU en el que se dividió a 148 personas sanas en dos grupos. Uno de ellos siguió una dieta baja en grasas y alta en carbohidratos. El otro, una dieta baja en carbohidratos y alta en grasa y proteína, muy parecida a la dieta Atkins. No se restringieron las calorías a ninguno de los dos grupos, pero se les animó a que consumieran frutas y verduras.

En un reciente estudio, los que siguieron una dieta alta en grasa perdieron el doble de peso

Pasado un año, los resultados no fueron lo que la mayoría de los médicos esperaban. Los dos grupos perdieron peso, pero los participantes que siguieron la dieta alta en grasa perdieron el doble que los voluntarios con la dieta baja en grasa. Además perdieron más grasa corporal en proporción, y conservaron o ganaron masa muscular, mientras que los de la dieta baja en grasa perdieron músculo.

Más importante aún: aunque los dos grupos redujeron sus niveles totales de colesterol en sangre, los de la dieta alta en grasa redujeron su nivel de triglicéridos y aumentaron su nivel de colesterol HDL (el bueno). Utilizando la fórmula de Framingham, los de la dieta alta en grasa vieron reducido su riesgo de padecer un ataque al corazón en los próximos 10 años. Los demás, no.

¿Era todo mentira?

La importancia de este estudio es monumental. Se está desmontando pieza a pieza la hipótesis lipídica, la teoría con la que la ciencia médica explicaba el origen de la enfermedad cardiovascular, y que se asumía sin reservas como verdadera.

Entre los años 1940 y 1970, las muertes por ataques al corazón en EEUU se duplicaron, lo que hizo que el Gobierno tomara cartas en el asunto. El comité McGovern, formado por políticos y encargado de recomendar la dieta que pudiera prevenir la epidemia, se decidió por aceptar como dogma una idea popular en la época: la hipótesis lipídica. Aunque es más compleja, la hipótesis lipídica se puede resumir en la frase: “Reducir el colesterol en sangre reduce el riesgo de enfermedades cardiovasculares”. El colesterol es imprescindible para el funcionamiento de nuestro organismo, es parte esencial de las membranas de las células y un precursor de varias hormonas y enzimas. Para poder viajar por el torrente sanguíneo, el colesterol utiliza como transporte las llamadas lipoproteínas. Las de baja densidad (LDL) transportan el colesterol a las células. Las de alta densidad (HDL) retiran el exceso de colesterol de las células y lo llevan al hígado para su excreción. Hoy sabemos que un exceso de LDL y un déficit de HDL es la causa de las enfermedades cardíacas.

Faltan todo tipo de pruebas

¿Cuál fue la respuesta del comité McGovern en 1970? Pues si el problema es el colesterol, la solución es hacer que baje el colesterol total en sangre. Para conseguir esto hay que comer menos comida con colesterol; es decir, menos grasas saturadas, que son sobre todo las que provienen de los animales, como la mantequilla y el tocino.

Como dijo Mencken: “Para cada problema complejo existe una solución que es simple, elegante y equivocada”. La hipótesis lipídica es todo eso.

El principal artífice de la hipótesis lipídica es el investigador de Minnesota Ancel Keys, autor del llamado “estudio de los siete países”, un trabajo con cohortes (grupos) a lo largo de 15 años en EEUU, Grecia, Finlandia, Italia, Países Bajos, la entonces Yugoslavia y Japón.

Esta investigación está llena de trampas: desde seleccionar los países donde los datos salían favorables a la teoría, y descartar los que no, hasta ignorar otros factores de riesgo, como el consumo de azúcar, tabaco y alcohol.

Reducir el colesterol no ayuda

Durante los cuarenta años siguientes surgieron tanto estudios a favor como en contra, pero los que apoyaban la premisa de los lípidos se citaban seis veces más, ya que esa era la corriente dominante sancionada por las instituciones. La hipótesis lipídica también justifica la existencia de las estatinas, los medicamentos más vendidos del mundo y que son las famosas pastillas para hacer descender el colesterol.

Estas conclusiones se convirtieron casi en un dogma, y cuando un paciente acudía a la consulta con el colesterol LDL alto, y por tanto con riesgo de padecer aterosclerosis, la receta que recibía era siempre la misma: nada de embutido, ni huevos, ni mantequilla, ni leche entera, ni queso, ni carne roja, y tome esta dosis diaria de estatinas durante el resto de su vida.

La hipótesis lipídica hace aguas por todos lados. Ya antes de la introducción de las estatinas se cuestionó el método y las conclusiones del estudio de los siete países. En 1992, un meta análisis descubrió que tomando en cuenta los estudios que habían olvidado citar, reducir el colesterol total no disminuye la mortalidad de los pacientes, y en ciertos casos podía aumentarla. Por otro lado, varios estudios recientes han probado que las grasas saturadas hacen aumentar el colesterol HDL (el bueno), mientras que los azúcares aumentan el colesterol LDL (el malo).

Y entonces llegó el azúcar

En 2014, el doctor Rajiv Chowdhury y su equipo de la Universidad de Cambridge, en Reino Unido, reunieron los datos de 74 estudios anteriores sobre más de 600.000 personas. Las conclusiones son cautelosas, aunque demoledoras para la hipótesis lipídica: “Las pruebas actuales no sostienen de forma clara las recomendaciones que animan a un consumo alto de ácidos grasos poliinsaturados y un consumo bajo de grasas saturadas”.

Lo que se está desmoronando es la supuesta relación entre la ingesta total de grasa saturada y el riesgo de morir de un ataque al corazón. Según el doctor Chowdhury: “En nuestro análisis, entre otras cosas, analizamos estudios prospectivos que evaluaban la relación entre la ingesta total de ácidos grasos saturados y el riesgo de infarto, y no encontramos ninguna asociación significativa. Un meta análisis previo, en el que participaron nuestros colegas de Harvard, también llegó a la misma conclusión para el consumo total de grasa y el riesgo de enfermedad cardíaca”.

La grasa es el vehículo que lleva los sabores a la boca. Sin ella, hay que añadir más azúcar al producto

El problema de retirar la grasa de la dieta es que las calorías que faltan tienen que venir de algún lado. En el caso de la dieta occidental, a partir de la década de 1980, estas calorías vinieron sobre todo del azúcar.

Si revisas las etiquetas de los alimentos bajos en calorías, verás que casi todos son altos en azúcar. No solo porque así son más saciantes, sino porque la grasa es imprescindible para el transporte de los sabores en nuestra boca. Sin grasa, la comida no sabe a nada. La única forma de hacerla atractiva es hacerla más dulce. La industria alimentaria se apresuró a estampar sus envases con “bajo en grasa” sin contar la otra parte de la historia.

La obesidad ya es endémica

En EEUU, el consumo de grasa descendió del 40% en 1970 al 34% en 2000. En el mismo tiempo, el consumo de azúcares se incrementó de 54 a 68 kilos por persona y año, especialmente el de jarabe de maíz alto en fructosa (HFCS). El consumo de harinas de trigo y maíz creció en un 60 por ciento.

El doctor Chowdhury y su equipo creen que “reemplazar las grasas con carbohidratos como azúcar, harinas refinadas o incluso sales no ayuda a reducir el riesgo cardiometabólico. En su lugar, es preferible reemplazarlas con opciones más recomendables, como pescado, frutos secos, legumbres y grasas saludables”. Las consecuencias del festín de carbohidratos de las últimas décadas son terribles. La obesidad es endémica en Estados Unidos, y ha pasado del 14% en 1970 al 33% en la actualidad. En Reino Unido se multiplicó por cuatro hasta alcanzar el 24 por ciento. Las cifras actuales en España son menores, con una persona obesa de cada seis, aunque entre los niños se dispara hasta uno de cada cuatro.

El remedio peor que la enfermedad

Sacar a las grasas del banquillo de los acusados no quiere decir que haya carta blanca para comer manteca de cerdo a cucharadas. Sin embargo, el tipo de grasa parece ser mucho más importante que la cantidad ingerida.

Cuando las que vienen de fuente animal (mantequilla, tocino…) se convirtieron en el enemigo, la industria alimentaria recurrió a los aceites vegetales. Pero para fabricar repostería es necesaria una grasa que se mantenga sólida a temperatura ambiente. Así se empezó a generalizar el uso de las grasas hidrogenadas, o grasas trans. Mediante procedimientos industriales se convertía el aceite de palma o soja en una pasta perfecta para fabricar los bollos rellenos que hay en la máquina de tu oficina. Si lees la etiqueta, aparecerán como “grasas vegetales”.

La grasas de origen vegetal no son tan saludables como se creía

Estudio tras estudio, estas han demostrado ser un remedio mucho peor que la enfermedad, y ya están prohibidas en varios países. El estudio del doctor Chowdhury lo corrobora: “En nuestro análisis hemos encontrado un riesgo significativo asociado a los ácidos grasos trans (o artificiales). Por tanto, la comida que contiene estas grasas, como diferentes alimentos comerciales fritos, bollería, galletas y la comida procesada –incluida la comida rápida–, debe evitarse”. Una de las razones es que disminuyen las lipoproteínas de alta densidad o HDL, que son las responsables de transportar lo que se conoce como el “colesterol bueno”.

Otra consecuencia de la fiebre antigrasa fue la entronización de las grasas vegetales como “grasas saludables”. Si la mantequilla se veía como veneno, el aceite de oliva se empezó a considerar un bálsamo milagroso.

A la espera de saber qué es bueno

Sin embargo, en realidad en los alimentos preparados y la comida rápida se utilizan sobre todo otros aceites vegetales ricos en omega-6, un ácido graso con efectos inflamatorios, como la soja y el girasol. Al mismo tiempo, la mayor parte de la población sufre de un déficit de ácidos grasos omega-3, lo que a su vez ha generado un enorme negocio de suplementos y alimentos enriquecidos.

Entonces, ¿sabemos qué tipos de grasas debemos comer para evitar un ataque al corazón y en qué cantidad? “Por desgracia, todavía no”, explica el doctor Rajiv Chowdhury. “Solo estamos empezando a entender que los efectos sobre la salud de los ácidos grasos individuales, dentro de una familia de grasas, son muy diversos. No hay demasiada investigación sobre cada grasa específica, o los alimentos de los que provienen, en relación a sus riesgos para la salud. Así que nuestro foco tradicional en grupos amplios, como la grasa total o la grasa saturada total, seguramente necesite un replanteamiento, y más investigación científica”.

Ensayo y error. Por fortuna, es así como avanza la ciencia.

Error médico confesado

La medicina no es una ciencia exacta, ya que el funcionamiento del cuerpo humano es extremadamente complejo: un baile de miles de compuestos químicos que interactúan constantemente entre sí y con el entorno. Con tantas variables, es muy difícil encontrar reglas generales.

Afortunadamente, la ciencia médica se corrige a sí misma, con mayor o menor rapidez. Hace poco, por ejemplo, los antiácidos pasaban de solución a problema cuando se descubrió que al inhibir la secreción ácida gástrica impedían la destrucción de bacterias patógenas. En solo 50 años, la comunidad médica empieza a aceptar que la grasa no es la principal causa, ni de los ataques al corazón, ni de ese flotador alrededor de tu cintura.

Venga, cómete el coco

Las grasas saturadas son sobre todo aquellas que provienen de los animales, como la mantequilla, la grasa de la carne y los huevos, pero también son saturadas algunas grasas vegetales, como la de coco y la de la palma.

Estos lípidos no solo no bloquean tus arterias, sino que tienen otros beneficios:

Las grasas saturadas favorecen la producción de testosterona en tu cuerpo, esa hormona que hombres y mujeres necesitan para producir músculo, quemar grasa y mejorar su vida sexual. También mejoran tu sistema inmunitario. La procedente del coco, por ejemplo, contiene ácido láurico, que es bactericida y rebaja la inflamación.

Contienen vitaminas liposolubles, sobre todo vitaminas A y D.

Las grasas saturadas rebajan los triglicéridos que son sintetizados por el hígado cuando hay exceso de hidratos de carbono. Comiendo menos hidratos y sustituyendo esas calorías por grasa se consigue proteger el hígado y reducir el colesterol “malo”.

El colesterol

Es un tipo de grasa. Para poder viajar por el torrente sanguíneo se mete en el interior de lipoproteínas, que, dependiendo de su densidad, reciben distintos nombres.

Las placas corren por tus arterias

Aunque hay otras dolencias bajo esa denominación, cuando se habla de enfermedad cardiovascular se piensa siempre en la aterosclerosis. Consiste en la formación de placas de grasa en las paredes de las arterias. Si las placas son grandes, los vasos sanguíneos terminan por obstruirse e incluso pueden romperse. En caso de que no llegue riego al corazón, el tejido muere.

Pese a que las causas no se comprenden totalmente, se sabe que en los casos de aterosclerosis hay una acumulación en las paredes de los vasos sanguíneos de lipoproteínas de baja densidad (LDL), que transportan colesterol. Estas moléculas se oxidan, y son atacadas por los glóbulos blancos. Si no llegan a tiempo las lipoproteínas de alta densidad (HDL) a limpiar el estropicio llevándose la grasa, lo que ocurre es que se forma una placa de glóbulos blancos muertos, colesterol y cristales de calcio.

Cuando esta acumulación se rompe, se forma un trombo que obstruye la arteria y puede terminar provocando un ataque al corazón.

El buen chuletón

La hipercolesterolemia es un nivel elevado del colesterol en sangre y se debe a una combinación de varios factores, entre ellos la dieta, la obesidad y la herencia genética.

Sin embargo, solo el 25% del colesterol en nuestra sangre proviene de la comida; el resto lo produce nuestro hígado por sí mismo. Si se reduce el colesterol que se come, el hígado lo compensa produciendo más. Y es que este lípido resulta esencial en las membranas celulares y para la producción de hormonas, como los estrógenos, la testosterona y la adrenalina.

Por otro lado, los estudios más recientes están mostrando una y otra vez que no hay relación a largo plazo entre el consumo de grasa saturada y los niveles de colesterol.
De hecho, varios apuntan a que el consumo de grasa saturada, como huevos o un buen chuletón, hace aumentar los niveles del colesterol bueno (HDL) respecto al malo (LDL). Mientras que otros estudios indican que consumir azúcares en exceso aumenta el colesterol LDL.

Los esquimales que se alimentaban tradicionalmente de carne y una gran cantidad de grasa de animales, como las focas y las ballenas, no sufrían de obesidad ni enfermedades cardiovasculares.