El relevo en la Casa Blanca no solo ha permitido retirar a un presidente que en ocho años ha logrado dinamitar algunos cimientos del orden internacional, del sistema financiero y de la economía de su país y del mundo. Bush también consiguió destruir el inglés de manera eficaz durante su largo mandato. Algunas de sus perlas han alimentado un catálogo de despropósitos conocidos como bushismos, como aquel memorable en el que proclamó en la capital, Washington: “Nuestros enemigos son innovadores e ingeniosos, pero nosotros también. No cesan nunca de pensar en cómo dañar a nuestro país y a nuestro pueblo. Nosotros tampoco”.

O aquel otro en el que manifestó con tono solemne que: “No hay un objetivo más importante que proteger la patria de nuestro país”.

La llegada de Obama ha supuesto, en este y en varios otros aspectos, un soplo de aire fresco. Pero si enfrentamos al espejo los discursos y declaraciones de algunos de nuestros personajes públicos, no es difícil encontrar algunas perlas memorables.

Por la boca muere el político
Seguro que muchos recuerdan aún el extraño compromiso de Emilio Pérez Touriño, quien, tras ser elegido presidente de la Xunta de Galicia hace cuatro años, proclamó en gallego algo que no precisa traducción: “Vos prometo que nunca vos follarei”. Años después, la secretaria de Organización del PSOE, Leire Pajín, tuvo una equivocación semejante en la conjugación de este comprometido ver­bo: en pleno debate presupuestario, afirmó: “Los socialistas que­remos reiterar una vez más que con este presupuesto no vamos a follar a los ciudadanos”.

Siempre es de agradecer.

Trastocar una sola letra en una palabra puede llevarnos a proclamar cosas que nunca quisimos decir, y no colocar en su debido orden los elementos de una frase puede hacernos pisar charcos semejantes. Hace unas semanas, tras el último atentado de ETA, la presidenta de la Comunidad de Madrid manifestó su solidaridad universal: “Sé que no ha habido ninguna víctima, pero sí objetos, coches y edificios dañados. A todos ellos quiero trasladar la solidaridad de los madrileños”. Por supuesto, fue imposible medir el agradecimiento de los aludidos.

Durante años, el académico Fernando Lázaro Carreter mostró nuestras vergüenzas en sus afilados dardos, y si la vida le hubiera concedido, junto a la erudición y el ingenio, el don de la inmortalidad, nuestros deslices po­drían haber nutrido sus comentarios durante siglos. A diario, periodistas, políticos, tertulianos de toda índole, guionistas y actores, escritores y deportistas nos aplicamos en esta innoble tarea de destrozar nuestro idioma, mientras animamos a nuestros hijos a aprender otros si no quieren conducir su futuro profesional al fracaso.
Esta es la gran paradoja, mucho más preocupante entre aquellos profesionales para quienes la palabra es sagrado instrumento de trabajo.

Es difícil elaborar un catálogo que contenga el sinfín de despropósitos con los que armamos a diario nuestros discursos. Quizá no sean muchos, pero son muy repetidos y gozan de una extraordinaria capacidad de contagio. Los políticos, de quienes cabría esperar que fueran llanos y agudos, se han convertido en los últimos tiempos en seres esdrújulos, incapaces de pronunciar palabras como solidaridad, libertad y compromiso sin trastocar los acentos. De tal manera que en su léxico ya solo existen sólidaridad, líbertad y cómpromiso, por poner tres ejemplos.

Despido y cadáver: términos tabú
Los periodistas nos hemos echado de manera acrítica en los brazos de los eufemismos y pleonasmos más variados. Los economistas inventan giros como “crecimiento negativo” y “ajuste de plantilla” para evitar decir que las cuentas han entrado en recesión y las plantillas en procesos de despido; los periodistas asumimos este torcido léxico como si fuera una verdad divina, y lo difundimos con el afán de informar, cuando en realidad solo estamos contribuyendo a camuflar la realidad. ¿Por qué bautizamos algunas estafas como procesos de “contabilidad creativa” y denominamos a algunas artimañas de trileros procesos de “ingeniería financiera”? ¿Y por qué tardamos meses en traducir las hipotecas subprime y llamarlas por su nombre: hipotecas de alto riesgo, o hipotecas basura?

Pero la importación no solo se produce desde el ámbito económico. Cualquier colectivo que se precie elabora su jerga y la difunde a través de los medios, cuyos profesionales acaban asumiéndola. Los portavoces del SAMUR, un servicio de Protección Civil de la Comunidad de Madrid (pero imagino que este mal se extiende a otros territorios), suelen hablar en sus informes de víctimas que presentaban “heridas incompatibles con la vida”, que es lo que toda la vida hemos llamado heridas mortales.

Y más de una vez hemos oído que cuando llegaron sus efectivos al lugar de un accidente se encontraron con una persona “fallecida, sin posibilidad de reanimación”, que es lo frecuente si exceptuamos el episodio bíblico de Lázaro. Los cadáveres van desapareciendo de las crónicas de sucesos, y ya solo hay “cuerpos sin vida”. Y no es extraño que el eufemismo derive en el absurdo, hasta hablar de “cadáveres sin vida”, que ya es para morirse.

Adjetivos y adverbios absurdos
Pero no son los cadáveres los únicos arrinconados en la morgue del idioma. En España, por ejemplo, ya no llueve ni nieva como antes; ahora “caen precipitaciones en forma de lluvia o de nieve”. Tampoco hace mal tiempo, sino una “climatología adversa”. Y los programas de radio y televisión, y las sesiones parlamentarias ya no comienzan ni se inician; ahora solo arrancan.
Con los pleonasmos que manejamos a diario podríamos escribir un libro. Como si las palabras no tuvieran fuerza por sí mismas, nos empeñamos en sumar adjetivos y adverbios superfluos que nada pueden añadir al significado de la palabra que intentamos apuntalar porque, sencillamente, ya está grabado en su ADN.

El paradigma (algún redundante dirá “ejemplo paradigmático”) es el de “persona humana”. Pero la lista es infinita. Así, cuando hablamos de una cojera ostensible, del nexo de unión, de la intimidad privada, de cooperación mutua, de favoritos a priori, de la parte integrante de algo, de la prensa escrita, de una riada de agua, de una masacre humana, de una sorpresa inesperada o de un túnel subterráneo, rozamos el absurdo y dejamos en evidencia nuestras carencias.

En las retransmisiones deportivas es frecuente escuchar que un jugador “avanza hacia adelante” o “retrasa la pelota atrás”, como si fuera posible realizar cualquiera de estas dos acciones de otra forma. También se ha convertido en habitual que nos cuenten que un futbolista se ha lesionado en “su” tobillo izquierdo, y que Rafael Nadal tiene problemas con “su” rodilla derecha, como si fuera posible lesionarse en el cuerpo de otros. Por la ley de la compensación, estos apéndices innecesarios se compensan con mutilaciones monumentales, co­mo cuando nos cuentan que un jugador lanza una falta “con pierna izquierda”, devorando los artículos hasta convertirlos en especies en peligro de extinción. Y lo peor es que este tipo de construcciones se extiende; por eso, ya nadie pone en duda que el portero de un equipo de fútbol está “bajo los palos”, cuando solo está debajo de un palo, el larguero.

A todo esto, únase la larga lista de extranjerismos con los que enterramos palabras autóctonas, o de tiempos verbales que algunos no terminan de conjugar bien (andó, preveyó y han habido, los más frecuentes), o los insufribles latiguillos, entre los que el “mire usted” de Rajoy y “en todo lo que significa” de Zapatero ocupan lugares privilegiados.

Y también la secular resistencia que ofrecemos a feminizar lo que el genio del idioma masculinizó por la fuerza durante siglos. No se entiende por qué, si hemos feminizado términos como concejala y presidenta, no podemos hacer lo mismo con generala y sargenta; que, por cierto, tienen acogida en el diccionario, pero con otras acepciones reservadas para denominar a las esposas de los militares.
Yo no sé si algún día llegará al diccionario la propuesta de “miembra” de Bibiana Aído. Pero sí que quienes, para rebatirla, hacen chascarrillos con periodistos y paracaidistos, callaron como muertos cuando la Academia consintió llamar modistos a los modistas. n

Redacción QUO