Hoy has empezado tu dieta. Satisfecho, tomas la última dosis del antibiótico que te recetaron hace una semana, te cepillas los dientes y te vas a dormir. Podéis descansar tranquilos. Sí, podéis. Tú y los aproximadamente 10 billones de microbios que te acompañan. Bueno, ellos no descansarán. Algunos convertirán en energía la frugal cena que les has proporcionado, otros intentarán que el medicamento te cure, mientras muchos más perecen bajo su agresividad, y unos pocos reconstruirán la placa dental que el dentífrico se ha llevado por delante.

De estas tareas se encarga una mínima parte de los organismos microscópicos afincados en las zonas de nuestro cuerpo más cercanas al exterior: boca, nariz, faringe, intestinos, región urogenital y piel. “Hay una comunidad de seres que viven permanentemente con nosotros y no pueden existir en otro sitio”, así define Francisco Guarner, gastroenterólogo del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, nuestra llamada microflora, la población más cercana a nosotros, y la más desconocida.

Calculamos que su número es diez veces mayor que el de las células humanas, y sabemos que las bacterias, virus, hongos y protozoos que la componen influyen de forma decisiva en nuestros procesos metabólicos. Están, por tanto, estrechamente vinculados a la salud (buena y mala). Diversos estudios han revelado ya que influyen en la diabetes, la obesidad, el asma y varios trastornos digestivos, pero no está claro cómo.

Somos un ecosistema

Por eso, varios grupos internacionales de investigación han decidido aunar sus esfuerzos para averiguarlo. El pasado 16 de octubre proclamaron en Heidelberg (Alemania) el Consorcio Internacional del Microbioma Humano (IHMC, por sus siglas en inglés), destinado a unificar sus métodos de estudio y a crear bases de datos públicas con los resultados iniciales de sus trabajos. La iniciativa incluye el Proyecto del Microbioma Humano (HMP) de EEUU, el programa MetaHIT de la Unión Europea, centrado en el intestino, y otros de Australia, Canadá, China, Irlanda y Japón.

La principal dificultad para estos profesionales reside en que sus objetos de estudio se hallan dentro de humanos vivos, y no deberían abrirnos en canal para echar una ojeada con el microscopio. Incluso así, muchos de los diminutos seres ni siquiera resultarían visibles. La alternativa, reproducirlos en el laboratorio, solo ha tenido éxito en un 1% de las especies que supuestamente existen. “Muchas no crecen fuera del cuerpo, porque dependen de productos que les hacen las de al lado, solo funcionan en su ecosistema”, explica Guarner.

Por sus genes las conoceréis

Así pues, se ha optado por rastrearlas por medio de sus libros de instrucciones: sus genomas. Para ello, se tomarán muestras de los hábitats en los que se desarrollan (fluidos corporales, tejidos, heces), y se intentará extraer su microbioma, es decir, un catálogo de todos los genes de cada muestra, con independencia de los organismos individuales a los que puedan pertenecer.

Pero la composición de la flora microbiana de cada individuo es única, y parte de ella se modifica constantemente por factores externos. Por ejemplo, que besemos a alguien y realicemos un intercambio de rehenes microscópicos boca a boca, o que variemos la dieta. “Al secuenciar una muestra de heces puedes hallar 20.000 especies, o quizá solo mil”, asegura Peer Bork, coordinador de bioinformática del EMBL (Laboratorio Europeo de Biología Molecular) y responsable de coordinación y análisis de datos de METAHIT. Por ello, una de las incógnitas pendientes es fijar si existe una porción del microbioma presente en todos los seres humanos, un núcleo que regule funciones básicas para la vida.

Buscando el común denominador

Su identificación se vislumbra como una lenta tarea conjunta de laboratorios de todo el mundo. De momento, el Proyecto del Microbioma Humano americano trabaja con muestras de 250 adultos sanos para establecer la lista de especies presentes en cada una de las zonas del cuerpo. Los encargados de la cavidad bucal, encabezados por Floyd Dewhirst, del Instituto Forsyth de Boston (EEUU), ya han colgado en internet la primera base de datos del Microbioma Oral Humano, con unas 600 especies. Algunas de ellas eran conocidas y se sabía de su responsabilidad en el olor de nuestro aliento y en la aparición de caries, pero muchos de los datos obtenidos reflejan secuencias genéticas (combinaciones de las famosas letras de GATTACA), que aún no sabemos a qué pertenecen.

Ante esa dificultad de catalogar especies de las que no se tiene pista alguna, el proyecto europeo MetaHIT buscó otro enfoque. “En vez de elaborar la lista de todas las bacterias y luego ver su función, vamos a mirar qué son capaces de hacer, aunque no sepamos cómo se llaman”, explica Guarner, responsable de un estudio sobre trastornos intestinales del MetaHIT.

La idea es identificar los genes para saber qué proteínas codifican y, a partir de ahí, determinar su labor. “Creemos que al final el microbioma tendrá entre uno y cuatro millones de genes. El nú­cleo imprescidible para todas las personas puede ser un tercio”, opina el in­vestigador. Pero los mismos genes pueden actuar en bacterias distintas en cada persona, y coincidir en especies diferentes dentro de una, ya que estos organismos se los transmiten horizontalmente, no solo de madres a hijas.

Con la tripa llena

Los intestinos albergan la mayor parte del micromundo: 1 kilo de “bichitos” que intervienen en el proceso digestivo, el sistema inmunitario y la asimilación de medicamentos. Por eso centra la mayoría de las investigaciones. “Queremos saber cómo interactúan los organismos para poner en marcha un intestino, cómo cooperan en funciones como capturar CO2 y transformarlo en otro producto”, explica Bork.

Guarner y su equipo intentan identificar la relación de determinadas bacterias con la enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa. Mientras, en Dinamarca, su colega Oluf Pedersen busca explicar cómo ciertos microorganismos extraen demasiada energía de los alimentos (algo muy útil en pasadas épocas de escasez) y convierten así a sus anfitirones en personas obesas.

Una vez desveladas estas interacciones, se pasará a la aplicación práctica de tanto conocimiento: establecer marcadores biológicos para diagnosticar enfermedades, prevenirlas y combatirlas con nuevas técnicas.

“A menudo son las bacterias las que actúan sobre las medicinas para que el cuerpo las absorba”, explica Peer Bork. “Si conociéramos el mecanismo, po­dría­mos crear medicamentos mucho más inteligentes”. Ellen Caldwell, directora de la Unidad de Inmunología de UCB Pharma, una empresa que presta financiación y asesoramiento al proyecto de Francisco Guarner, ofrece un ejemplo: “Si un tipo de bacteria disminuye la eficacia de un fármaco, quizá se podría contrarrestar ese efecto con el uso de un probiótico (una bacteria buena, natural o manipulada)”.

Philippe Langella, del Instituto Nacional de Investigación Agrícola francés, y sus colegas comprobaron en ratones que la bacteria Faecalibacterium prausnitzii reduce la inflamación intestinal. A partir de aquí podrían llegar a un nuevo tratamiento de enfermedades como la de Crohn, aunque habrá que esperar para ver esos medicamentos específicos. “Yo diría que la aplicación de los resultados no llegará hasta dentro de cinco o diez años”, considera Caldwell. Una espera que también afectará al otro gran sector que ha puesto sus esperanzas en el microbioma: el de los alimentos funcionales. Los huevos, yogures y demás productos aderezados con diminutos organismos destinados a custodiar o reestablecer nuestra salud se convertirán algún día en parte habitual de nuestra dieta.

Para entoces, puede que los descubrimientos sobre el microbioma hayan redefinido al ser humano como un superorganismo con billones de criaturas. Que ellas velen tu sueño

Pilar Gil Villar