En 1986, el neurólogo italiano Elio Lugaresi recibió a un paciente en su consulta. El hombre no podía dormir desde hacía días, presentaba excesos de sudoración y tensión. A medida que las pruebas avanzaban y los diagnósticos se descartaban, el insomne comenzó a mostrar trastornos cognitivos, pérdida de memoria y dificultad para caminar. Lugaresi aún no lo sabía… pero el pronóstico era fatal: en un año el paciente murió.

El hombre fue el paciente cero de una extraña patología conocida como Insomnio Familiar Letal (IFL), una enfermedad priónica producida por una mutación en el gen de la proteína priónica PRNP. Esta dolencia se transmite de manera autosómica dominante, es decir, cada hijo tiene un 50% de riesgo de heredar la mutación y padecer la enfermedad. “No salta generaciones, de manera que un nieto de un afectado no puede heredarla si su padre no la heredó”, explica la neuróloga e investigadora del IFL Raquel Sánchez-Valle, del Hospital Clínic de Barcelona.
La edad de inicio varía de los 20 a los 80 años, aunque la más habitual es entre la quinta y sexta década. Se están ensayando fármacos con animales, pero de momento no hay tratamiento curativo. En el mundo hay unos 100 casos, 40 de ellos en España, sobre todo en el País Vasco.

En países en vías de desarrollo, este trastorno afecta a más de 150 millones de personas, el 16,6%. En el resto del mundo, el porcentaje es aún mayor: uno de cada cinco

Esta es la patología más grave relacionada con el insomnio. Es verdad que, afortunadamente, son pocos los que atraviesan este calvario, pero la falta de sueño es una epidemia que afecta a muchos más. De hecho, a casi todos. Resulta que ha conquistado ya a 150 millones de personas en los países en desarrollo, según el primer estudio realizado en parte de África y Asia por un equipo de la Universidad de Warwick (Reino Unido). En los países occidentales, el 95% de la población adulta lo padece en alguna ocasión.

Pero, ¿Es contagioso?
¿Tan grave es no dormir? Los habitantes de Macondo, la ciudad legendaria de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, dan cuenta de su deterioro a causa de una extraña epidemia que les impide dormir y se sospecha contagiosa.
¿Pero se puede hablar de epidemia? La declaración de la Sociedad Mundial de Medicina del Sueño (WASM) no puede ser más reveladora: “Mientras la somnolencia y el insomnio constituyan una epidemia global que amenace la salud y la calidad de vida, en tanto se pueda prevenir y tratar la somnolencia y el insomnio, mientras la toma de conciencia profesional y social sea el primer paso sobre el que actuar, declaramos que los trastornos se pueden prevenir y tratar médicamente”.

El asunto trae cola. Puestos a buscar culpables, científicos de la Universidad de Carolina del Norte señalan, en un trabajo coordinado por la doctora Mairead E. Moloney, al exceso de medicalización. Como prueba, exponen que entre 1993 y 2007 el diagnóstico de insomnio se multiplicó por más de siete, y el número de prescripciones de fármacos hipnosedantes había crecido en igual proporción.
“Problemas vitales se están tratando con soluciones médicas”, dice Moloney.
La mala prensa de la medicación se debe a que, hasta ahora, los fármacos más usados, similares a las benzodiacepinas, aunque eficaces, tenían demasiados efectos secundarios y creaban dependencia. En estos últimos años, han eliminado en parte esos efectos. De todos modos, la revolución está por venir, y lo hará, según García-Borreguero, de la mano de fármacos antagonistas de las hipocretinas, como los que se acaban de aprobar en Estados Unidos.

Así, los científicos tratan de dilucidar qué peculiaridades predisponen al insomnio. Antonio Vela-Bueno, psiquiatra de la Univesidad Autónoma de Madrid, coordinó un trabajo que concluyó que ciertos rasgos en la personalidad, como la excitabilidad, la tendencia a rumiar las preocupaciones y la intolerancia al estrés, son decisivos. Otra investigación realizada con jóvenes de la Universidad de Coimbra detectó un vínculo entre la conducta bulímica y la mala alimentación, el índice de masa corporal y la dificultad tanto para conciliar el sueño como para mantenerlo.

La Sociedad Mundial del Sueño habla de una epidemia global

Puede que el cerebro más anhelado en la vida moderna sea el del delfín, capaz de dormir con uno de sus hemisferios despierto para vigilar su entorno. Cada vez más adultos, y la gran mayoría de los adolescentes, apuran hasta el último minuto la conexión a las redes sociales, el ordenador o la televisión. Padecen el síndrome de fatiga informativa, un trastorno originado por este tipo de conductas. Eduard Estivill, responsable de la Unidad de Alteraciones del Sueño del Instituto Dexeus de Barcelona, ha dado la voz de alarma por la tensión a la que sometemos nuestro cerebro a causa de una saturación de información.
Quizá haya que reeducar al organismo para que aprenda de nuevo a dormir. El neurólogo Diego García-Borreguero aconseja una higiene de sueño que pasa por abstenerse de consumir alcohol, cafeína u otros estimulantes antes de irse a la cama, practicar ejercicio físico de forma regular, evitar la ingesta de líquidos o el exceso de comida en la cena. ¿Qué hacer con los malos pensamientos? Intentar bloquearlos, sabiendo que no es el momento de solucionar nada. Con un tratamiento cognitivo conductual, el paciente recupera su ritmo de sueño en tres meses.

“El hombre actual intenta comprimir su sueño en una franja de siete o menos horas, y quiere el mismo efecto reparador”, advierte García-Borreguero. En esa obsesión por estirar los días, en los últimos años hemos convertido el ciclo natural del sueño, formado por varios despertares apenas perceptibles, en un sueño monofásico de pocas horas. García-Borreguero se pregunta si no será esta prueba uno de los motivos de la epidemia de insomnio.

Los solteros duermen peor
Según un estudio de Lianne Kurina, de la Universidad de Chicago, el sueño de los solteros es irregular, y se muestran más inquietos. Investigaciones anteriores ya habían detectado que dormir solo –y, sobre todo, el sentimiento de soledad que genera– empeora considerablemente la calidad del sueño.

La especialista Wendy Troxel, de la Universidad de Pittsburgh, realizó un estudio durante 8 años que demostró que las mujeres comprometidas en una relación duradera se duermen más deprisa y se despiertan menos que las solteras. Compartir cama eleva la producción de oxitocina, la hormona del amor, encargada de reducir el estrés y que se produce en la misma región del cerebro encargada de regular el sueño.

Redacción QUO