Ya estoy otra vez hablando conmigo mismo. Haga lo que haga, las palabras se amontonan en mi cabeza en una charla incesante. Medir el contenido de la mente es difícil, pero parece que hasta el 80% de nuestras experiencias mentales son verbales. Nuestro cerebro se pasa la mayor parte del tiempo hablando, y nuestro monólogo interior podría exceder en mucho al número de palabras que decimos en voz alta. “El 70% de las experiencias verbales se queda en la mente”, estima Lera Boroditsky, de la Universidad de Stanford en California (EEUU).

Distinguir a los enemigos por su nombre

El ingente volumen de palabras sin vocalizar podría sugerir que el lenguaje es más que un mero utensilio para comunicarse con otros. ¿Pero para qué otra cosa podría servir? Gary Lupyan , de la Universidad de Wisconsin en Madison, lleva años intentando averiguarlo. En uno de sus estudios, pidió a 44 adultos que observasen una serie de imágenes de extraterrestres imaginarios. Si la criatura era amistosa u hostil venía determinado por varias características sutiles, aunque a los participantes no se les decía cuáles eran. Tenían que suponer quién era amigo y quién enemigo, y después de cada respuesta se les decía si tenían razón o estaban equivocados. A un cuarto de los participantes se les comentaba por anticipado que los alienígenas amistosos se llamaban “leebish” y los hostiles “grecious”, mientras que a otro cuarto se le decía justo lo contrario. Para el resto, no tenían nombre.

Lupyan halló que los participantes a quienes se les habían dado nombres para los alienígenas, es decir, aquellos que tenían una “etiqueta” que su voz interior podía utilizar para clasificar, detectaban a los predadores más rápidamente, y alcanzaban el 80% de exactitud en menos de la mitad del tiempo que les llevaba a aquellos a quienes no se les había facilitado ningún nombre. Al final del test, los que sabían el nombre podían categorizar el 88% de estos seres, comparado con solo el 80% que alcanzaba el resto. Por lo tanto, Lupyan concluyó que nombrar las cosas nos ayuda a clasificarlas y a memorizarlas.

Estudios de finales de la década de 1990 indican que los niños desarrollan más capacidad para agrupar objetos en categorías (por ejemplo, animales frente a coches) si ya han aprendido a nombrarlas. Y una investigación publicada en 2005 por Dedre Gentner, de la Northwestern University en Evanston, Illinois, sugirió que el razonamiento espacial de los niños mejora si se les recuerdan palabras como “arriba”, “en medio” y “abajo”. Mientras, otros estudios han descrito cómo las personas que perdían la capacidad del lenguaje tras un ictus tenían que esforzarse en tareas como agrupar y categorizar objetos. Estos hallazgos sugieren que el lenguaje aporta beneficios a los niños más allá de la comunicación ¿Pero también se verifica en adultos sanos?

En otro experimento, Lupyan pidió a un grupo de gente que observase mobiliario de un catálogo de Ikea. Se les ordenaba que pusieran una etiqueta al objeto (si era una silla, una lámpara, etc.); luego, tenían que decir si les gustaba o no. Lupyan descubrió que cuando les pedía poner etiquetas, los voluntarios eran posteriormente menos propensos a acordarse de los detalles específicos de los productos, como por ejemplo, si una silla tenía o no brazos. Eso se debe, según el experto, a que poner etiquetas ayuda a nuestra mente a construir un prototipo típico del objeto dentro del grupo, a expensas de las características individuales. Esto puede que no sea tan inútil como parece. “La memoria es muy categórica porque a menudo no tenemos que recordar los detalles específicos”, añade.

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Leer y ver una calabaza

Según el investigador, las palabras que dices, piensas y escuchas tienen un impacto sumamente real sobre tu modo de ver las cosas. Gabriella Vigliocco, del University College de Londres, ha descubierto que escuchar verbos asociados con el movimiento vertical (como saltar, elevarse…) afecta a la sensibilidad del ojo hacia ese movimiento. Mostró a varios voluntarios una pantalla que consistía en 1.000 puntos, cada uno de los cuales se movía vertical o aleatoriamente. Vigliocco halló que los voluntarios eran más propensos a detectar la dirección predominante del movimiento cuando oían un verbo que cuadraba con ella (por ejemplo, “elevarse” cuando la mayoría de los puntos iban en esa dirección). Y viceversa: eran menos propensos a detectar el movimiento si el verbo describía la dirección opuesta, como “caer”, si los puntos subían.

Este no es el único ejemplo de cómo el lenguaje ayuda a la percepción: nos puede ayudar a identificar una imagen medio escondida. Lupyan y la investigadora Emily Ward mostraron a los voluntarios una imagen de un objeto, una calabaza, que podían ver con un ojo, mientras con el otro veían una masa de garabatos, con la intención de enmascarar la percepción del objeto. Algunos de los voluntarios oían al mismo tiempo el nombre del objeto, otros oían el nombre de uno diferente y los demás no oían nada. Después de seis segundos, el objeto y la máscara desaparecían, y a los voluntarios se les preguntaba qué habían visto. Los sujetos lo identificaron un 80% de las veces, pero escuchar el nombre del objeto subía el porcentaje de éxitos a un 85%. Por el contrario, quienes oían un nombre incorrecto solo vieron la imagen oculta aproximadamente en un 75% de los casos.

Esto parece deberse a que las palabras mejoran los sistemas visuales de nuestro cerebro conjurando una imagen mental que nos vuelve más sensibles a los estímulos cuando vemos un objeto. Este fenómeno, en el que nuestros pensamientos y las sensaciones procedentes de otros sentidos pueden alimentar el sistema visual y alterar lo que contemplamos, se conoce como “proceso descendente”.

Para averiguar si las palabras habladas son más evocadoras que los estímulos no verbales, Lupyan inventó seis objetos y les dio a cada uno un nombre ficticio y un sonido artificial. Una vez que sus sujetos de estudio se hicieron familiares con los instrumentos, los nombres y los sonidos, les puso una grabación con el nombre y su sonido, y entonces hacía aparecer dos imágenes del mismo objeto en la pantalla: una boca abajo y otra normal. La tarea era decir qué parte de la pantalla contenía el elemento en posición correcta. Lupyan se figuró que, si las palabras son más evocadoras que los sonidos, entonces los sujetos deberían ser más rápidos si oían el nombre del objeto, y eso es lo que sucedió. “Tras 10 minutos, el nombre ya afectaba a la forma en que los sujetos percibían”, explica.

Boroditsky ha descubierto que los rusoparlantes, que tienen dos palabras para los diferentes tonos de azul, son más rápidos a la hora de distinguir esos dos matices que los angloparlantes.

Una unión verbal

Lupyan cree que nuestro soliloquio tiene un efecto significativo sobre la cognición. “No creo que necesitemos oír las palabras en alto o verlas escritas para que tengan un impacto sobre nosotros”, explica. Dado que el 80% de nuestra vida parece ser verbal, es una afirmación muy importante. Las palabras quizá ayudaron a nuestros ancestros a aprender qué animales eran peligrosos, o qué bayas eran venenosas y cuáles nutritivas.

Es imposible volver atrás en el tiempo y comprobar la veracidad de esta idea, pero una emulación de la tarea de cazador-recolector podría ser interesante. Lupyan y Daniel Swingley, de la Universidad de Pensilvania en Filadelfia, pidieron a unos voluntarios que encontraran cajas de Cheerios o botellas de Sprite escondidas en fotos de un supermercado. A la mitad de los participantes se le pedía que se repitieran el nombre del producto a sí mismos, lo que les ayudó a encontrar sus objetivos con mucha más eficacia.

Parece que nuestra voz interior cambia la forma en que experimentamos el mundo. “El lenguaje es un revestimiento que modifica cómo razonamos y vemos”, dice Clark. Boroditsky cree que esto es tan relevante para nosotros como lo fue para los primeros humanos: el lenguaje es la forma en que el cerebro se centra en detalles esenciales. “Es como una guía que se ha ido desarrollando antes en miles de personas, que han ido imaginando lo que es importante para la supervivencia.”

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Redacción QUO