Te imaginas que el Papa convocara a los obispos en concilio para reescribir el catecismo de la Iglesia católica y decidir qué es y qué no es pecado? Pues eso es lo que están haciendo los psiquiatras estadounidenses con su biblia particular, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, comúnmente conocido como DSM, por el que se rigen la mayoría de los especialistas del mundo. Los psiquiatras tienen que decidir qué comportamientos, hasta ahora no recogidos en el manual, deben ser considerados trastornos y cuáles conducta normal. ¿Es el miedo a conducir, la amaxofobia, un desorden mental? ¿Y pasar muchas horas frente al ordenador? ¿Debe ser diagnosticado y tratado?

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El asunto no es baladí. La condena o la absolución en un tribunal dependen de la redacción definitiva del Manual, de dónde se sitúe la frontera entre lo normal y lo patológico. El texto debe dilucidar, por ejemplo, cuál es la edad mínima para mantener relaciones sexuales consentidas. En Estados Unidos varía según los estados entre los 16 y los 18 años; en España se fijó en los 13. De ello depende que una persona que mantenga sexo con un menor de edad sea condenado como delincuente sexual o no. Los psiquiatras, como en otros asuntos, están divididos. La terapeuta Karen Franklin considera que la ebofilia, la atracción sexual hacia adolescentes que ya han pasado la pubertad, es una preferencia sexual natural que en ningún caso puede ser equiparada a la pedofilia. En cambio, Ray Blanchard defiende que se incluya dentro de los trastornos sexuales en el DSM-V (la versión 5 del Manual, la que dilucidan ahora). Jerónimo Saiz, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría, pone algunos ejemplos más de las repercusiones que puede tener una redacción u otra: «Que una actitud se considere o no acoso laboral depende del DSM, con las implicaciones legales que puede tener, y que un niño autista reciba servicios especiales en la escuela, también».

El Manual nació en 1952. Entonces era una colección de estadísticas sobre hospitalizaciones psiquiátricas, y una somera enumeración de un centenar de enfermedades en menos de cien páginas. La última revisión, de 1994, incluye más de 400 y es el documento que, aparte de los psiquiatras, utilizan internistas, psicólogos, asistentes sociales, tribunales, médicos de cabecera y educadores para realizar el diagnóstico y fijar la terapia de docenas de problemas mentales y de conducta.

En pie de guerra

Sobre las enfermedades mentales no hay mayores discrepancias, pero decidir qué es un trastorno de conducta y si debe ser tratado ha levantado acalorados debates entre los médicos de la mente. La psiquiatría está en pie de guerra. Todos están de acuerdo en que la biblia debe incorporar los avances que se han producido en los últimos quince años, que permiten, como en cualquier especialidad médica, matizar más y mejor los diagnósticos.

Ese camino hacia la ciencia ha multiplicado por cuatro los trastornos de la mente en los últimos cincuenta años. El fenómeno tiene dos caras. La buena es que, sin duda, hoy los psiquiatras conocen mejor las interioridades de la mente, las enfermedades han ido describiéndose con más detalle y se tratan con más eficacia. La otra cara, la mala, tiene forma de interrogante. Lo que algunos se preguntan ahora es si no se ha ido demasiado lejos en esa carrera por considerar patológicos rasgos de la personalidad como la timidez; y sobre todo, si detrás de esa tendencia no se adivina la interesada mano de la industria farmacéutica.

Según las estimaciones del psiquiatra alemán Asmus Finzen, la incorporación de nuevas dolencias anímicas a los manuales de psiquiatría han convertido a más de la mitad de los ciudadanos en enfermos mentales. Un 58% sufre algún trastorno descrito en los libros. Los síntomas son tan amplios e imprecisos que prácticamente cualquiera podría decir: «Pero si eso lo tengo yo». Jerónimo Saiz reconoce que: «Se está banalizando el concepto de trastorno mental, extendiéndolo a malestares que forman parte de la vida normal».

Pastillas para la timidez

El biólogo Héctor González Pardo y el psicólogo Marino Pérez Álvarez sugieren en su libro La invención de los trastornos mentales una relación directa entre el número de ansiolíticos y antidepresivos que los laboratorios han colocado en las farmacias en los últimos años y el aumento de enfermedades mentales.

¿Cómo se consigue vender más pastillas? Muy sencillo: creando antes un problema mental. Incluso han descrito los pasos. En primer lugar, se diagnostica sobre un listado superficial de síntomas. Por ejemplo, la depresión podría quedar reducida a energía baja, pobre rendimiento, cambios en el sueño, el apetito o el nivel de actividad. Después, se establecen supuestos desequilibrios bioquímicos. «Algunos no están basados en la evidencia científica, sino en la creencia de que existen. Es lo que ocurre con los supuestos desequilibrios de la serotonina en la depresión», sostienen los autores del libro. El último paso consiste en establecer un supuesto determinismo genético que predispone a padecer una enfermedad.

Desde la psiquiatría cuestionan la argumentación de los investigadores españoles; la consideran simplista. «El aumento en el uso de psicofármacos responde a muchas causas, entre otras a la sociedad consumista en la que vivimos: ahora requerimos más de todo, no solo fármacos: educación, ocio, deporte…», explica Julio Bobes. Su compañero Jerónimo Saiz añade una segunda razón: «Vivimos en una sociedad hedonista, que tolera mal las adversidades cotidianas y cree que una pastilla puede ayudarla a sobrellevarlas mejor».

La mayoría de los psiquiatras suscribirían la opinión de Bobes y Saiz, pero esta no disipa la duda que se ha instalado sobre la posible influencia de la industria farmacéutica en los redactores del DSM-V. Un estudio publicado en el último número de la revista Psychotherapy and Psychosomatics constató que de un grupo de veinte miembros que escribían guías prácticas para el tratamiento del trastorno bipolar, esquizofrenia y depresiones graves, al menos dieciocho tenían un vínculo financiero con la industria. Hay que añadir un comentario del New England Journal of Medicine que señalaba que el 56% de los psiquiatras que redactan el manual tiene lazos con los laboratorios. Sin embargo, la Sociedad Americana de Psiquiatría, de la que depende el libro, argumenta que sus redactores se rigen por las normas sobre conflictos de intereses, entre ellas las de no recibir más de diez mil dólares al año (Unos 7.200 euros) de fuentes de la industria durante el período en que trabajen en la actualización del manual.

La obesidad, un síntoma

Al margen del papel que desempeñe la industria farmacéutica, lo cierto es que la biblia de los psiquiatras se ha quedado anticuada. Sus defensores creen que facilitará diagnósticos más precisos y ayudará a reconocer trastornos en sus primeras fases, cuando son menos graves y más fáciles de tratar, o incluso prevenir. «Los psiquiatras están especialmente interesados en identificar las formas prodromales, o primeros síntomas, de aflicciones como el trastorno bipolar, la esquizofrenia y la demencia», afirmaba el doctor William Carpentier en el último congreso de la Sociedad Americana de Psiquiatría.

Otras novedades en el DSM simplemente reflejarán los tiempos modernos. ¿Cómo iba a hablar de la adicción a internet un manual de principios de la década de 1990? También la posible relación de la enfermedad mental con problemas de salud, como la obesidad. En la nueva redacción podría ser etiquetada como un factor de riesgo o como un síntoma de trastorno mental. Los psiquiatras han pasado años discutiendo cómo tratar el exceso de peso en los libros de la especialidad. Está demostrado que es un factor de riesgo en muchos problemas de salud, y se intuye que también en los de la mente. «No se trata de dilucidar si estas cosas son reales; lo son. La cuestión es si contamos con suficientes evidencias empíricas para cruzar el umbral de considerar la obesidad un síntoma», dijo Richard Kupfer en el congreso de la Sociedad Americana de Psiquiatría.

Diagnósticos arbitrarios

Los redactores del DSM se agarran a la ciencia para conjurar cierto lastre de arbitrariedad que ha arrastrado durante años la psiquiatría. En 1968, David Rosenhan, de la Universidad de Stanford, en California, y doce colegas suyos hicieron el siguiente experimento. Adoptaron la apariencia de mendigos y se presentaron en distintos centros psiquiátricos, donde contaron a los médicos que oían voces «roncas», «huecas», «vacías», de contenido ininteligible. Sabían que estos signos no se correspondían con los de ningún síntoma de enfermedad mental. Sin embargo, fueron internados, y en unas semanas les dieron el alta, la mayoría con el diagnóstico de «esquizofrenia en remisión». Los falsos pacientes recibieron un total de 2.100 comprimidos de los preparados más diversos. No contentos con eso, les tomaron de nuevo el pelo. Esta vez enviaron a 193 enfermos mentales auténticos. Pues bien, el 10% fue expulsado del centro bajo el pretexto de que estaban sanos.

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Los resultados, publicados en Science, pusieron en la picota a los psiquiatras, porque quedó demostrado que la frontera entre estar sano o enfermo no es fácil de delimititar ni una cosa ni otra. Los gays pueden dar fe de ello.

Hasta 1974, la homosexualidad figuraba entre los trastornos mentales. Ese año, los especialistas americanos decidieron, mediante votación, que ya no lo era. De la noche a la mañana, millones de personas dejaron de ser diagnosticados como enfermos.

En medicina suena raro que se decida democráticamente si algo es o no una enfermedad, pero esa es una de las limitaciones de la psiquiatría. «El problema es que en esta especialidad no hay ningún marcador externo, un análisis ni una imagen radiológica que posibiliten un diagnóstico concluyente; este se hace partiendo de determinadas agrupaciones de síntomas», explica Jerónimo Saiz. Así, sumando una actividad motriz excesiva, la desobediencia y la escasa conciencia de peligro, se determina que un niño es hiperactivo. La guerra que se libra en psiquiatría consiste en que unos son partidarios de darle una pastilla al niño y otros prefieren el tratamiento que le impusieron a Winston Churchill cuando era un escolar: una buena dosis de deporte para romper su rutina diaria.

Redacción QUO