Las nubes están perdiendo altitud y los relámpagos podrían estar provocados por rayos cósmicos… Estos son los misterios atmosféricos que desafían a la ciencia.

Aurora: la culpa es del Sol

La aurora boreal se nutre de la energía de electrones procedentes del espacio. Lo sabemos gracias a la misión THEMIS, una flotilla de cinco satélites de la NASA que en 2008 demostró que este espectáculo maravilloso se origina a 150.000 kilómetros de la Tierra, en dirección opuesta al Sol. Allí, nuestro campo magnético planetario es empujado hacia atrás para formar una larga cola. A veces, esa cola puede revolverse lanzando gas ionizado hacia nosotros y enviando una enorme corriente de electrones hacia los Polos. Vassilis Angelopoulos, director de la THEMIS, sugiere que ese fenómeno lanza perturbaciones de alta velocidad llamadas ondas cinéticas de Alfvén (perturbaciones que emanan desde el Sol a lo largo de los campos magnéticos transportando energía electrodinámica) en los cinturones de plasma que hay alrededor de la Tierra. Al precipitarse hacia nosotros, esas ondas generan su propio campo eléctrico que propulsa a los electrones e inyecta energía directamente en la aurora. El espectáculo está servido.

El misterioso origen de los rayos

Truenos y centellas, ¡la furia de Zeus se desata sobre nuestras cabezas! Bueno, tal vez no sea para tanto. Pero es cierto que los rayos de tormenta son un fenómeno que aterrorizaba a nuestros antepasados, y que aún hoy día sigue intrigando a los científicos. Porque, realmente, el mecanismo que los provoca continúa siendo un misterio.
Para que estalle un relámpago se necesita crear un campo magnético cuya intensidad supere el millón de voltios por metro. Pero las mediciones realizadas hasta ahora por los meteorólogos solo han detectado campos magnéticos cuya intensidad es como mucho una décima parte de la requerida… ¿Será, entonces, que se necesita otro tipo de catalizador para que estalle una poderosa tormenta eléctrica?
Si descartamos la intervención de los dioses del Olimpo, hay una teoría que sugiere que los rayos cósmicos podrían ser una de las causas del fenómeno. Se trata de partículas altamente energéticas (generadas probablemente por la explosión de una supernova) que viajan por el espacio a la velocidad de la luz y que chocan constantemente contra la atmósfera terrestre. Una hipótesis sugiere que, cuando un rayo cósmico colisiona con la atmósfera de la Tierra, podría impactar contra una molécula de aire, ionizarla y producir así un electrón extremadamente energético. Al coincidir con el campo eléctrico de un nubarrón, el electrón podría acelerarse a una velocidad cercana a la de la luz y provocar a su vez la aceleración de otras moléculas de aire, lo que produciría una reacción en cadena de más y más electrones acelerados. Como resultado, una avalancha de electrones podría, en definitiva, llegar a ionizar el aire, lo que permitiría dirigir la carga hacia la Tierra y producir el rayo al descargarse el campo eléctrico.
Por ahora se ha comprobado que los relámpagos producen rayos X y rayos gamma. Pero para saber si los rayos cósmicos están realmente involucrados en el fenómeno, el meteorólogo William Beasley, de la Universidad de Oklahoma, en colaboración con un equipo de físicos están desarrollando una red que permita detectarlos. Su intención es comprobar si coinciden con los estallidos de los relámpagos.

El enigma de las nubes panal

Los meteorólogos han resuelto un curioso misterio: cómo surgen los estratocúmulos marinos. Son nubes que forman patrones parecidos a los parches de una colcha con celdas hexagonales. Dichas celdas se dividen entre las que están rellenas de nube y otras que forman huecos con un aspecto parecido al de un panal de abejas (en inglés las llaman
honeycomb-like clouds). ¿Pero cómo aparecen? Al caer, la lluvia disipa parte de las nubes y enfría el aire en su recorrido, lo que crea corrientes descendentes que, si chocan entre sí, cambian su trayectoria y vuelven a ascender. El aire, al subir, forma nuevas nubes verticales donde no las había y crea ese patrón tan característico.
En cambio, un misterio que permanece irresoluto es el de las nubes noctilucentes (que brillan de noche). Son de color azul plateado, está compuestas por partículas de hielo y se encuentran a 80 kilómetros de la superficie terrestre. Se detectaron por primera vez en el siglo XIX, en los Polos, pero su presencia ha aumentado. La NASA ha destinado un satélite llamado AIM a estudiarlas, y ha confirmado su aparición cerca del Ecuador. La causa de su incremento no está clara. Podría deberse al cambio climático, aunque también se dice que podría ser consecuencia del aumento de las emisiones de metano. Aunque este gas provoca temperaturas más cálidas a nivel del mar, en altitudes mayores produce el efecto contrario: enfría el aire, ya que emite el calor hacia el espacio, y no hacia la Tierra. Este enfriamiento explicaría la mayor presencia de estas nubes heladas.

Bacterias que hacen llover

Cuesta imaginar que en las nubes haya bacterias. Pero así es. En 1997, la investigadora Birgit Sattler, de la Universidad de Innsbruck (Austria), las encontró en formaciones nubosas de los Alpes, a 3.000 metros de altura. Además, estos microorganismos podrían haber desarrollado la capacidad de generar lluvia para así dispersarse por la superficie del planeta. Brent Christner, microbiólogo de la Louisiana State University, descubrió que la bacteria Pseudomonas syringae posee un gen que codifica una proteína que les permite adherirse a las moléculas de agua, lo que ayuda a la formación de cristales de hielo. Las altas concentraciones de estos núcleos biológicos pueden influir en la cantidad de lluvia, granizo y nieve.

Las nubes descienden 40 metros

Quien haya leído los cómics de Astérix recordará que Abraracúrcix, el valeroso jefe de los galos, solo le temía a una cosa en el mundo: que el cielo se desplomara sobre su cabeza. Pues bien, parece que sus temores están a punto de hacerse realidad, porque una investigación realizada en la Universidad de Auckland, Nueva Zelanda, ha demostrado que las nubes han descendido unos 40 metros de altitud en la última década.  Entre los años 2000 y 2010, los científicos analizaron las mediciones globales de las nubes a partir de la información recogida por la sonda Terra de la NASA, que fue lanzada en diciembre de 1999.

El resultado del estudio, publicado en la revista Geophysical Research Letters, es que la altitud de las nubes podría haber disminuido en esta década en un rango comprendido entre los 30 y los 40 metros. En principio, y aunque el concepto suene a catastrófico, esto podría ser una buena noticia. Porque tal y como explica Roger Davies, director de la investigación: “Una reducción constante en la altura de las nubes permitiría a la Tierra enfriarse de manera más eficiente, reduciendo la temperatura de la superficie del planeta y potencialmente ralentizando los efectos del calentamiento global. Esto puede representar un mecanismo de reajuste natural, un cambio provocado por dicho fenómeno que, por muy extraño que parezca, ayuda a contrarrestarlo”.

¿Pero por qué está disminuyendo la altitud de las nubes? “No lo sabemos exactamente”, reconoce Davies, “pero tiene que ser debido a un cambio en los patrones de circulación que dan lugar a la formación de nubes a gran altura”. El científico reconoce, además, que un registro de datos que abarca solo un período de diez años es muy pequeño para poder sacar conclusiones que sean definitivas, y que habrá que continuar realizando mediciones durante los próximos años. Pero los datos obtenidos hasta ahora son: “El indicio de que algo importante está sucediendo en la atmósfera”, según afirma Davies.

Las luces del seísmo

Desde tiempos remotos existe la creencia de que la aparición de ciertas luces de colores en el cielo son el presagio de un terremoto. Numerosas crónicas así lo atestiguan. En 1746, la aparición de estos enigmáticos resplandores sobre la isla de San Lorenzo en Perú fue seguida tres semanas después por un devastador tsunami. ¿Pero hay algo de verdad en esta creencia?

No existe una explicación definitiva sobre este fenómeno, pero el físico y geólogo Friedmann Freund, de la NASA, tiene una teoría que resulta sugerente: descubrió gracias a sus experimentos en laboratorio que la superficie de las rocas puede transmitir la electricidad. El geólogo cree que cuando las rocas son sometidas a las presiones de un temblor, sus componentes químicos reaccionan y provocan una carga eléctrica que se traslada por la superficie. “Las rocas serían como una batería que produce gran cantidad de electricidad”, afirma el experto. Según su teoría, si la carga acumulada en la superficie rocosa es muy intensa, se creará un campo magnético lo suficientemente poderoso como para ionizar el aire, lo que podría causar un fenómeno luminoso propagado por la atmósfera.

“Vivir en las nubes”

Suena muy bonito, pero ¿sabías que ya están ocupadas por las bacterias?