Lo extraordinario no es que haya sucedido hace 100 millones de años. O que lo veamos. Lo increíble es que podamos tocarlo, que la yema de un dedo retroceda eones para rozar la primera flor del planeta, los primeros insectos. Todo comenzó en la región francesa de Charentes. En aquellos tiempos, la zona estaba poblada por bosques de coníferas que sudaban una resina que cautivaba los instintos y el cuerpo de insectos y flores. Cuando los árboles morían y se descomponían, el tiempo los petrificaba, y la resina se convertía en ámbar, un sarcófago de lujo para distintas especies. Y un cofre sellado para los paleontólogos que buscan el pasado, pues este tipo de ámbar es sumamente opaco, y sus tesoros no pueden desvelarse con microscopio. Esto representaba un gran problema para los paleontólogos como Didier Neraudeau, profesor del departamento de Geociencias de la Universidad de Rennes, Francia. “Primero estudiamos solo el ámbar transparente, y en 4 años descubrimos unas 650 inclusiones. Pero esto lo hallamos solo en el 20% del ámbar que tenemos; el resto, el 80%, se ocultaba tras ámbar opaco. Aunque la diversidad era muy importante, no la podíamos considerar representativa.”

En busca del eslabón perdido
Por esa razón, Neraudeau contactó con el doctor Paul Tafforeau, paleontólogo francés de la European Synchrotron Radiation Facility (ESRF). Esta máquina, construida para experimentos físicos, emite una luz cuyos rayos X son mucho más poderosos que los usados en medicina. El sistema funciona así: cada vez que un rayo X atraviesa un material, la velocidad del haz cambia, un efecto conocido como fase de cambio; esta fase es única para cada material, y esto es lo que permite diferenciar detalles con tanta precisión, sin que importe su tamaño.
Con esta técnica se producen miles de “lonchas” de un objeto en constante rotación (para verlo desde todos los ángulos), que se unen en un ordenador, donde se crea un modelo en 3D. Sin embargo, la calidad es de una profundidad todavía mayor. Tanto que no solo permite ver el exoesqueleto, sino también los órganos internos.
Pero la magia no acaba aquí. El modelo se introduce en una impresora en 3D que genera una réplica en plástico del tamaño deseado. Gracias a esto “hemos descubierto organismos que tienen referencias ecológicas actuales muy precisas”, asegura Tafforeau. Uno de ellos es una pluma de hace 100 millones de años que podría haber pertenecido a un ave o a un dinosaurio. Y ya que la relación entre ambos aún se investiga, aquí podría estar la clave de otro eslabón perdido en la evolución.

Redacción QUO