Nunca es bueno que un enemigo se aproxime. Esta máxima está tan intensamente grabada en los seres vivos, que puede incluso amenazar la supervivencia. Es lo que le ocurre a la libélula Leucorrhinia intacta, como ha comprobado un estudio de la Universidad de Toronto (Canadá), dirigido por Shannon McCauley.

Según nos cuenta por correo electrónico, estaban buscando cómo afectaba la presencia de depredadores a “distintos factores, como el crecimiento, los cambios morfológicos y la supervivencia” de estos organismos. Para averiguarlo, colocaron grupos de larvas de libélulas en distintos estanques, junto a peces y libélulas adultas de otras especies que suelen alimentarse de ellas. En ningún caso los cazadores podían entrar en contacto con sus posibles presas, a pesar de que éstas sí detectaban su presencia a través de los sentidos.

Tras un período de convivencia, los investigadores comprobaron que la tasa de mortalidad entre las larvas de estos estanques era entre 2,5 y 4,3 veces mayor que la de un grupo de control criado sin ningún tipo de amenaza. Es más, en otro experimento similar del estudio, publicado en la revista Ecology, pusieron de manifiesto que el 11% de las larvas “asustadas” no superaban el proceso de metamorfosis, una cifra que en el grupo de control se quedaba en el 2%.

McCauly considera que seguramente no es el propio miedo el que mata a las libélulas, sino que “el estrés aumenta la vulnerabilidad de las larvas a otros agentes mortales, como los parásitos o la enfermedad, porque reduce su capacidad de enfrentarse a ellas”. En cuanto a los casos que no pasan del estado larvario, su hipótesis apuesta por que “la combinación de factores de estrés (la metamorfosis ya es muy estresante de por sí) podría ralentizar o alterar el proceso y provocar la muerte durante este período crucial de transición”.

Aún habrá que analizar con más detalle este fenómeno, pero el descubrimiento podría replantear la forma en que entendemos la influencia de los depredadores en la cadena alimenticia. Hasta ahora, se asume que la relación entre ellos y sus presas siempre termina con el traspaso de nutrientes y energía en sentido ascendente, porque sólo se ha considerado la posibilidad de que se los coman. Sin embargo, si los matan del susto, la presencia de un depredador podría terminar “enviando la energía y los nutrientes hacia abajo en la red trófica”, apunta McCauly, ya que quienes se aprovecharían la acción involuntaria del cazador serían los organismos que dieran cuenta de los animales muertos.

Pilar Gil Villar