GALERÍA DE FOTOS. Mira de cerca cómo es una abeja y cómo trabaja

Como cada día de primavera, Rubén abrió una de sus más de 200 colmenas en las verdes laderas de Liébana (Cantabria). Hacía días que notaba en las abejas un comportamiento extraño y andaba preocupado. Con su máscara de tejido mosquitero, su traje protector y los guantes amarillos, extrajo uno de los panales. No había abejas. Sabía que podía ocurrir. Y estaba sucediendo. Sacó otro panal y lo mismo. Otra colmena y ni rastro.

La imagen era desoladora. Algunos panales estaban vacíos y otros solo albergaban un puñado agonizante que protegía y alimentaba a una reina. Más de cien colmenas encontró Rubén en ese estado. Esta historia se repite en las colmenas de todo el planeta desde hace una década. En 2009 le ocurrió a este apicultor de 33 años, que vive de la venta de miel. Hoy, en España el 75% de las colmenas están afectadas, y en Estados Unidos han desaparecido 4 millones de colmenas de los 6 que tenían. Si la situación empeora, las consecuencias podrían ser fatales.

Un mundo sin abejas

No en vano, estos animales vencieron ante el plancton en un debate de la Real Sociedad Geográfica de Londres sobre cuál era la especie imprescindible para nuestra supervivencia. Lo primero, si siguen mermando a este ritmo, sería una crisis alimentaria. Según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), casi dos terceras partes de las plantas cultivadas destinadas a consumo humano dependen de la polinización por abejas. Solo en California, estos insectos polinizan los almendros que producen el 80% de las almendras para consumo del mundo.

Sin las abejas dejaríamos de comer estos ricos frutos, el cacao escasearía y no tendríamos chocolate, manzanas, cebollas, zanahorias, melones, soja, brócoli, naranjas… Solo en Europa, el 84% de las 264 especies de cosechas se polinizan con abejas. Son cruciales para la obtención de nada menos que el 9,5% de la producción mundial de alimentos. Tampoco saldrían adelante las cosechas destinadas a comida para el ganado, y poco a poco la industria de la carne se vendría abajo. Así, nuestra principal fuente de proteínas pasaría a ser el pescado, y probablemente los océanos quedaran esquilmados ante la gran demanda.

Sin estos insectos alados también escasearían especies que se alimentan de ellas, así como muchos medicamentos de origen vegetal y los productos derivados de la cera que generan. La primavera dejaría de tener color, porque muchas plantas con flor desaparecerían. En Europa, gracias a estas incansables trabajadoras se reproducen 4.000 especies de plantas silvestres, de las que dependen otros seres vivos que también desaparecerían sin ellas. Comenzaría así un efecto dominó en el que la extinción de una especie provocaría la desaparición de otra, hasta convertir la Tierra en un desierto. Y a los humanos en sus hambrientos moradores.

En busca del asesino de masas

Ante la dramática visión del futuro, los científicos han seguido la pista a varios posibles culpables, cual policías tras un asesino de masas, desde finales de la década de los noventa. Se sospechó de algunos pesticidas, pero pronto se descartaron como causa principal; solo eran cómplices. Así que pusieron la mirilla en un parásito intestinal, el Nosema apis, pero las cosas seguían sin cuadrar. “Los síntomas que produce este parásito no coincidían con los de abejas de colonias colapsadas en Europa”, comenta a Quo Mariano Higes, doctor en veterinaria en el Centro Apícola de Marchamalo.

En la primavera de 2005, el problema se había generalizado por toda España con una virulencia extrema. En EEUU acuñaron el término Síndrome del Despoblamiento Masivo, o de Colapso de Colonia, que describe a la perfección cómo se suceden lo hechos. El apicultor solo nota que la producción de miel disminuye ligeramente, porque cada vez hay menos individuos para hacer el dulce alimento. No hay rastro de los cadáveres porque las abejas mueren lejos de la colonia, en curiosa solidaridad con sus compañeras: cuando saben que van a morir, abandonan la colmena para no darles trabajo con la limpieza del cadáver.

La apremiante búsqueda del culpable, ya extendido por Europa, condujo a los investigadores a algo inesperado. Con técnicas de biología molecular, identificaron en las abejas europeas un parásito que no era propio del continente, el Nosema ceranae. Hace unos 20 años debió de llegar desde Asia. “Las esporas llegarían en cajas importadas con material apícola y en partidas de abejas (compuestas por un kilo de abejas con una reina)”, explica este experto.

Es un microsporídeo, un ser minúsculo que se introduce en las células de las abejas adultas y les provoca alteraciones intestinales y envejecimiento prematuro. Así, las abejas de una colmena mueren más deprisa de lo que la reina puede reponer. “Llega un momento en que se rompen el equilibrio y la cohesión social. Esto favorece la aparición de otras enfermedades”, explica Higes, uno de los científicos que señalaron al pequeño ser como el auténtico culpable del desastre.

Nadie notó la gravedad de su presencia hasta 10 años después de su llegada, cuando los colapsos de colonia se multiplicaron y aceleraron. El Nosema invirtió ese tiempo en extenderse. Como en Estados Unidos tardó el doble de tiempo en llegar la epidemia, en un principio no se pensó que al final podría ser él el culpable. “Llevaba más de diez años en el país y nada había pasado. Pero la clave estaba en la densidad de colonias. Allí hay menos que en España, y el territorio es muchísimo mayor”, señala Higes.

Ya conocemos al asesino, pero no sabemos frenarlo. Y mientras la ciencia busca remedios, las colmenas siguen vaciándose.

Redacción QUO