Hasta que Saint-Hilaire destapó el tarro de las esencias y esgrimió que las supuestas mamas no eran tales, sino glándulas secretoras de alguna sustancia olorosa como las que tienen las musarañas. Argumento que, sin embargo, no cuajó ante las evidencias experimentales de que la sustancia en cuestión tenía propiedades lácteas. Así pues, mamíferos son. Pero mamíferos que ponen huevos. Y precisamente, la cuestión de los huevos era la que quedaba por resolver. La primera prueba gráfica de su existencia no llegó hasta 1829 en forma de un dibujo de los encontrados en un nido de ornitorrinco. Al verlo, muchos naturalistas dijeron que se trataba de huevos de tortuga de cuello largo. En 1831, el teniente Maule levantó una serie de madrigueras y encontró cáscaras que algunos justificaron como heces recubiertas de sales úricas, consecuencia de que todo sale por la misma cloaca. Por fin, en 1865 llegó el testimonio definitivo: la aparición de dos huevos en la jaula en la que estaba encerrado un ejemplar. Sin embargo, el eminente Richard Owen dijo que podría ser el resultado de un aborto. La polémica no se zanjó hasta ochenta y seis años después. Y bastaron cuatro palabras. Exactamente: Monotremes oviparous, ovum meroblastic (“monotremas ovíparos, huevos meroblásticos”, donde el meroblástico tiene que ver con la manera en que se divide la célula, propia de los clásicos huevos de todas las tortillas). Eso decía el telegrama que el Dr. W. H. Caldwell envió a la Universidad de Sydney para notificar sus descubrimientos sobre el terreno. Conclusión: el ornitorrinco (como el equidna) era un mamífero ovíparo, por lo que los monotremas debían constituirse en el único Orden integrado en la nueva Subclase Prototheria (completamente independiente de la Subclase Theria, a la que pertenecen los placentarios y los marsupiales), y dentro de la Clase Mammalia. Una solución con mucha clase.

Redacción QUO