Casi 80 millones de dólares –¡un buen pico!–, un centenar de investigadores y Glennie, una hembra de ornitorrinco nativa de Nueva Gales del Sur, Australia. Esta ha sido la combinación que ha permitido obtener, tal y como expone el articulo publicado en Nature el pasado 8 de mayo, el genoma de esta extraña criatura. Los investigadores lo han comparado con el del ser humano, el del perro y el del ratón (mamíferos); el de la zarigüeya, como ejemplo de marsupial; y con el genoma del pollo, como representante de los saurópsidos, es decir, aves y reptiles.
La comparación con seres tan dispares tiene sentido nada más mirar de cerca un ornitorrinco. De hecho, su genoma es tan definitorio que casi se podría llegar a las mismas conclusiones sin necesidad de estudiar su contenido, de leer sus genes, analizando solo su pinta. Su cariotipo está compuesto por 52 cromosomas, unos pocos grandes y la mayor parte mucho más pequeños, algo típico de los reptiles, que tienen macro y microcromosomas. En cuanto a su reproducción sexual, han encontrado que nuestro extravagante animalillo porta múltiples cromosomas se­xuales, que tienen cierta homología con el cromosoma Z de las aves. Sin embargo, su mecanismo genético para determinar el sexo (si es macho o hembra) es igual que el de los mamíferos, rasgo que debió surgir con posterioridad a la separación de los monotremas; es decir, no antes de 166 millones de años. No acaba aquí el revoltijo, ya que en los espermatozoides los cromosomas están dispuestos en un orden definido y predeterminado, característica típicamente mamífera. Sin embargo, en cuanto a su aspecto, sus espermatozoides son filiformes, es decir, como las células reproductoras de los reptiles. Que el ornitorrinco produjera veneno fue una de las características que llevó a emparentarlo erróneamente con los reptiles. Así, el descubrimiento más sorprendente ha sido que los genes “encargados” del veneno evolucionaron de forma independiente en ambos grupos, en lo que constituye un notorio ejemplo de evolución convergente; esto significa que especies que no son “familia”, es decir, independientes la una de la otra desde un punto de vista filogenético, evolucionan hasta desarrollar, cada una por su cuenta y riesgo, estructuras y adaptaciones similares en su aspecto y funcionalidad. Así las cosas, esta investigación supone un académico epílogo, o punto final, a una increíble y mucho más heterodoxa historia: la del descubrimiento, aceptación y clasificación científica del ornitorrinco.

Redacción QUO