Se acabó. A la pradera que acoge al rebaño de búfalos ya no le queda ni una mísera brizna de hierba fresca. Todo el delicioso verde ha desaparecido entre los dientes de los rumiantes. Pero el apetito continúa. ¿Qué hacer? En este caso, la solución resulta fácil. La manada se desplaza hasta un nuevo valle y retoma el festín. Cuando agote sus hierbas pasará a otro, mientras las existencias de la primera pradera se recuperan. En ese momento regresarán al punto de inicio.

Y vuelta a empezar
El paseíto en busca de mejores pastos puede interpretarse como una reacción ante el hecho más evidente del mundo natural: los recursos siempre son limitados. Para todos.
“De hecho, la estrategia vital y todos los fenómenos que motivan los cambios evolutivos tienen que ver con el aprovechamiento de recursos”, resume Miguel Ferrer, investigador de la Estación Biológica del CSIC en Doñana. Y señala el hecho de poner pies (o pezuñas, alas, aletas…) en polvorosa como “la estrategia más universal de todas”.

Cuando la falta de comida se debe al regular cambio de estación, las migraciones vienen ya programadas en el comportamiento de la especie, como ocurre con el gaviotín o charrán ártico, que abandona su hogar sueco para pasar el invierno nada menos que en la otra punta del planeta, la Antártida. Con sus apenas cien gramos de peso medio, se convierte, así, en el ave que más tiempo disfruta de la luz solar en el planeta.

Ruta gastronómica. Pero existen también desplazamientos más ocasionales, supeditados únicamente al capricho del gaznate. Ferrer menciona al piquituerto, un pequeño pajarillo del norte de Europa que se alimenta de las piñas de determinados pinos silvestres. La fluctuante floración de estas “puede llevarle a zonas a las que a lo mejor la especie no vuelve en ocho, o ni siquiera en 14 años”. Su táctica para detectar las piñas también habrá sido refinada a lo largo de los siglos, para aprovechar lo mejor posible sus energías. La evolución ha ido depurando las estrategias de cada especie para encontrar sus manjares favoritos según las características del animal.

La idea es conseguir la mayor cantidad de nutrientes en cada momento con una mínima inversión de energía y el menor tiempo de exposición al ataque de posibles depredadores. “En los años 80 y 90 se estudió mucho el comportamiento de forrajeo [búsqueda de alimento], y se descubrió que en la mayoría de las especies ha alcanzado un rendimiento óptimo”, nos cuenta Enrique Font, etólogo y especialista en reptiles del Instituto Cavanilles, en la Universidad de Valencia.

Esta tierra es mía
Pero la disponibilidad de presas puede determinar incluso la actitud solitaria o gregaria de una especie. Miguel Ferrer recurre a dos ejemplos de aves depredadoras: “El águila se alimenta de conejos, que están distribuidos equitativamente en un territorio, por eso recurre a una estrategia defensiva”. Se adjudica una zona de caza para él solito e invierte sus energías en defenderla de cualquier aspirante a competidor y localizar las presas. Por contra, los buitres prefieren ingerir carroña, un recurso ocasional que, a menudo, puede alimentar a varios ejemplares. “Por eso cooperan”, añade Ferrer, “y cuando uno detecta un cadáver, lo comparte con su grupo. Pero quizá una vaca da para 25 buitres, y en ocasiones hay 250. La forma en que se arbitra los que tendrán acceso a él y los que no es el sistema jerárquico”.

El ejemplar más grande y fuerte come primero. La escala social funciona como criterio de reparto, y en la escasez puede alcanzar tintes dramáticos. Por crudo que resulte, la ley que impera es siempre la del más fuerte. Carlos Gil Burmann, profesor de Psicobiología de la Universidad Autónoma de Madrid, confirma esta dura realidad. “En los primates, por ejemplo, se ha visto que cuando hay sequía aumentan las agresiones y también la mortalidad. Además, se ha comprobado que en esa mortalidad hay un orden: primero desaparecen los jóvenes, luego las hembras y después los machos. Y por supuesto, los dominantes son los menos afectados en cada uno de los grupos”, explica.

Eso sí, como en cualquier situación de necesidad, también pueden surgir coaliciones. “Algunos individuos”, añade Gil, “pueden cooperar para monopolizar entre unos cuantos el poco alimento disponible. Controlan el acceso a él y lo defienden de otros. Normalmente se trata de animales emparentados o que ya habían establecido alianzas previas”. Lo que inclina la balanza hacia la agresión o la colaboración vuelve a ser la probabilidad de encontrar algo que llevarse a los morros: “Los folívoros, que se alimentan de hojas y brotes, suelen tender a colaborar como aliados, ya que la escasez les afecta menos que a las especies que consumen frutos”, precisa Gil Burmann.

Estrújate la mollera
Efectivamente, la fruta sucumbe con mayor facilidad a la adversidad climática, pero también presenta el problema de ser atractiva para demasiados pretendientes. El año pasado, los primatólogos Jill Pruetz y Paco Bertolani publicaron su descubrimiento de que un grupo de chimpancés de Senegal fabricaba lanzas de madera con las que cazaban pequeños mamíferos llamados gálagos. Carlos Gil nos cuenta que una investigadora del grupo le explicó las razones que pudieron llevar a los monos a elaborar armas: “En esa zona de Senegal hay tribus humanas que recolectan frutos para comer. Durante mucho tiempo compartieron ese recurso con los chimpancés y otros animales. Pero como ahora esas personas quieren tener un móvil, recogen muchos más frutos para venderlos en los mercados, y los chimpancés tienen que cazar gálagos para alimentarse”.

No es el único caso de conflicto con los seres humanos. La competencia más habitual y ardua se centra en el recurso que más especies necesitan en el planeta: el agua. Y no siempre son los animales quienes deben modificar su estrategia. La sequía que afecta al norte de Kenia ha multiplicado recientemente los ataques de leones y bonobos a los pastores que acuden con sus rebaños a los escasos pozos de la zona. Si habitualmente son las mujeres y niñas las encargadas de traer y llevar el cántaro, ahora los hombres de las tribus nómadas se ven obligados a asumir la tarea, a ser posible en patrullas de varias personas.

Reducir la competencia
Una medida muy sabia, teniendo en cuenta cómo se las gastan las especies salvajes en su entorno. Miguel Ferrer nos brinda un ejemplo doméstico: “Recientemente se ha publicado el comportamiento de predación intragremial del lince ibérico; elimina a otros carnívoros de su zona, como los zorros, para tener garantizada la disponibilidad de conejos para sí mismo”. De hecho, normalmente no se comen al zorro después de liquidarlo. Además, esta no es la única situación en que las crisis afectan de forma indirecta a especies no implicadas en ella en un principio. El efecto bola de nieve se desplaza en el mundo animal a través de la cadena trófica, y lo hace de abajo arriba.

“Una regla básica de la ecología”, explica Ferrer, “se puede resumir diciendo que es el conejo el que controla al zorro. Cuando escasea el alimento habitual de los conejos, los zorros se extinguen mucho antes que ellos”. El motivo es que los zorros, mucho más grandes, tienen un ciclo vital más largo y tardan mucho en poder reproducirse, mientras que los conejos hacen honor a su fama: se multiplican a los pocos meses de edad y pueden tener varias camadas en un año. “Por tanto, la predicción general es que desaparecerán antes las especies que más arriba estén en la cadena trófica”, resume el biólogo de Doñana.

A dos metros bajo tierra
Claro, que existen maneras mucho más pacíficas de superar las épocas en que la naturaleza se muestra parca en sus dones. El truco que utilizan muchas especies es el de renunciar a los recursos que necesitan habitualmente. Es lo que hacen las criaturas que hibernan, como los osos: caen en un letargo en el que sus funciones vitales se ven reducidas a un mínimo indispensable. De esta forma, apenas consumen energía y no necesitan reponer fuerzas. Enrique Font menciona el ejemplo la rana sudamericana Lepidobatrachus llanensis, que se entrega a un estado de animación suspendida: “Cuando hay escasez de agua, segrega unas mucosidades que mezcla con barro para formar un capullo estanco. Se entierra con él y puede permanecer así varios años”. Esa habilidad la comparten los gallipatos, una especie de salamandras de nuestro país. “En las marismas de Doñana hemos visto cómo pasaban hasta seis años enterradas a uno o dos metros de profundidad bajo la marisma”. Puede resultar aburrido, pero se ahorra.

Pilar Gil Villar