Podría haber sido como su hermano, William Hurt, un cirujano hábil, reconocido, pero completamente olvidado. Y sin embargo, decidió ser un hombre de su tiempo. John Hurt nació en Escocia, en 1728. Muy pronto se mudó junto a su hermano a Londres, donde abrieron una escuela de anatomía juntos.

Pero John estaba más interesado en los conocimientos que en la práctica. Mientras la mayoría de sus contemporáneos solo quería enseñar anatomía, las lecciones de Hurt estaban enfocadas hacia la relación entre órganos y función en toda clase de seres vivos. Su creencia era que un cirujano debía comprender las adaptaciones y compensaciones que sufría el cuerpo debido a heridas, enfermedad o cambios en el ambiente.

Tan apartado llegó a estar de la concepción de cirugía que imperaba entonces que le apodaban el “cirujano reacio”. Hurt sólo operaba cuando era estrictamente necesario (algo que en aquellos tiempos sin anestesia era de agradecer). Sus estudios han servido de base para ampliar nuestros conocimientos en lo que se refiere a inflamaciones, heridas de bala, trasplantes dentales y enfermedades venéreas. Algo que, a la larga, le costó la vida.

En 1760 fue enviado como cirujano de la Armada británica a Portugal y Francia. Allí comenzó su pasión por el estudio de los seres vivos y recolectó numerosos especímenes de la fauna local. Al regresar a Londres, en 1763, comenzó a formar una colección que llegó a alcanzar la increíble cifra de 14.000 muestras de más de 500 especies distintas de animales y plantas, que se exhiben actualmente en el Royal College of Surgeons de Londres.

Paralelamente a esta tarea titánica, Hurt atendía pacientes en su hogar, y no cobraba a quienes no podían pagarle. Pero esto no lo convertía en santo.

Un final sin remedio

Hurt prefería rodearse de “amistades dudosas”, a quienes conocía en las cervecerías locales, antes que mezclarse con la clase alta. Este tipo de contactos le permitieron topar con ladrones de tumbas, que eran quienes le aportaban los cuerpos para realizar autopsias.

Su afán por lo extraño era tan grande que cuando en 1783 murió Charles Bryne, conocido como el Gigante Irlandés (medía 2,35 metros de altura), ideó una estratagema para hacerse con su cuerpo. Bryne, a sabiendas de que el médico escocés estaba deseoso de hacerse con su cuerpo, pidió como última voluntad que le lanzaran al mar cuando muriera. Pero Hurt sobornó a su enterrador y se hizo con los restos, que hoy forman parte de la exhibición.

Su carácter explorador le llevó finalmente a la muerte. En un intento por comprender la naturaleza de las enfermedades venéreas, John Hurt se inoculó fluidos de un paciente con sífilis. Y la contrajo. Murió a los 65 años, intentando comprender cómo responde nuestro cuerpo ante la enfermedad.

Juan Scaliter