Pero hubo un momento en que la astronomía abrió los telediarios y ocupó las portadas de los periódicos. Vivimos entonces una de esas revoluciones científicas que marcan un antes y un después, como ocurrió con el hallazgo de la estructura de la molécula de ADN y con la implantación de internet. Ese descubrimiento crucial tuvo lugar hace solo diez años, en 1998: la aceleración en la expansión del Universo. En aquel caso también se había estado buscando y se esperaba confirmar exactamente lo contrario: un frenado en la expansión del Universo distante. En aquella época se seguía el siguiente razonamiento: “Si todo el Universo visible está hecho de masa, sujeta a la fuerza de la gravedad, una vez finalizado el efecto de aceleración originado en el Big Bang, todo debería tender a redirigirse hacia su centro, es decir, a volver al punto inicial, como consecuencia de la atracción”. Sin embargo, las observaciones del telescopio Hubble y sus datos obtenidos de diversas galaxias hablaban de algo muy distinto: ¡el Universo se expande aceleradamente! Pero la pregunta fundamental era: ¿qué es lo que lo acelera permanentemente? Después de múltiples congresos, y de que desde muchos observatorios del mundo nos dedicáramos a constatar la expansión anunciada, nació la idea de energía oscura, implicada en algunos de los mayores misterios de la Física de nuestros días. Fue como si, de pronto, nos hubiéramos quedado ciegos. La constatación de nuestra imposibilidad de ver la mayor parte de lo que existe en el Universo. En el modelo estándar de la cosmología, la energía oscura actualmente aporta casi tres cuartas partes de la masa-energía total del Universo, y es la que tira de él y hace que se expanda. Además, ese descubrimiento está íntimamente conectado con las ideas de Einstein sobre la constante cosmológica, denotada por L. Con el tiempo, esas ideas, desechadas por el propio Einstein –quien llegó a manifestar que las consideraba “el mayor error de su vida”–, no solo han sido resucitadas, sino que hoy parecen haber llegado a adquirir plena validez. A veces, los astrónomos nos reunimos para hablar del cielo. Y hay ocasiones en las que discutimos acaloradamente, y de­fendemos lo nuestro como si se tratara de ganar la Copa Davis. Recuerdo los alborotos y discusiones encendidas de todo el en­jambre de astrónomos (2.500 de todo el mundo) que nos reunimos en Praga para, entre otras muchas cosas, decidir si mantener a Plutón en el Sistema Solar o “expulsarlo”. Debido a su pequeño tamaño y al ritmo al que se descubren nuevos objetos, si conservábamos a Plutón, en pocos años tendríamos ¡50 planetas! en nuestro sistema. Era mucho más razonable relegarlo a la categoría de planeta enano. Aunque en los pasillos había quien lo defendía a capa y espada: su defensa tenía mucho que ver con que era el único de los nueve planetas hasta entonces vigentes descubierto por un astrónomo de EEUU. Pero a partir de entonces, Plutón quedó fuera.

La ilusión de un proyecto
En astronomía hay pequeños descubrimientos cotidianos a diario, y grandes planes que requieren entusiasmo y, sobre todo, un gran esfuerzo astronómico.
A día de hoy, aún sigo embarcado como asesor científico en uno de los planes más entusiastas y ambiciosos de la astronomía contemporánea: el proyecto ALMA, un interferómetro gigante de ondas milimétricas, aún en construcción, con un presupuesto que ronda los mil millones de euros.
ALMA es un esfuerzo internacional con miras a establecer el observatorio astronómico más poderoso con base en tierra, en el llano de Chajnantor (Chile), situado a 5.000 metros sobre el nivel del mar (¡una brutalidad!). Este complejo constará de medio centenar de antenas de 12 metros de diámetro cada una. Once de ellas ya están colocadas, y es ilusionante esperar el momento en el que todo se pondrá finalmente en marcha. De hecho, una de las experiencias más emocionantes que he vivido a lo largo del desarrollo del proyecto fue la visita al llano de Chajnantor. Cuando los miembros del Consejo Científico Internacional nos encontramos en aquel emplazamiento excepcional, fuimos plenamente conscientes de la envergadura de nuestros planes.
Creo que hoy día sigo observando el cielo con la misma mezcla de perplejidad y admiración que contenía mi mirada de niño. Las lluvias de meteoritos, el paso de un cometa, y simplemente un cielo bien oscuro y transparente, siguen proporcionándome ese temblor emocionado que te lleva a seguir preguntándote, y preguntando, por el origen y el sentido de nuestro Universo, aunque de noche, y ahí fuera, haga mucho, mucho frío.

Redacción QUO