Los muertos se preservan mejor en la península de Seward. Bajo su suelo permanentemente helado, como dentro de un congelador, la corrupción es extraordinariamente lenta. Se degradan lo suficientemente despacio como para que el patólogo Johan Hultin pensara que era buena idea excavar en esta región de Alaska en busca del virus de la gripe de 1918, aunque hubieran pasado 33 años desde la célebre pandemia. Hultin consiguió muestras de tejido infectado en una fosa común, pero su idea de resucitar al microorganismo asesino en animales de laboratorio fue un fracaso. Y su proyecto cayó en el olvido.

Nuevo fracaso y retorno al lugar del crimen
Hasta que, a finales de la década de 1990, al patólogo Jeffery Taubenberger también le picó la curiosidad. Pensó que quizá podría recuperar el virus a partir de una colección de tres millones de muestras de tejidos, infectados por diferentes patógenos, que custodia el Ejército de Estados Unidos. Tampoco lo consiguió.

La CIA se ha mostrado interesada en controlar el clima mediante la manipulación de la estratosfera

Pero Hultin vio en el proyecto una brecha para culminar el suyo propio; volvió a la aldea inuit, cavó, recogió muestras y aportó a Taubenberger el material con el que, en 2005, gracias a las modernas técnicas de análisis genético, alcanzó el objetivo común. Recreó el temido monstruo a partir de los pedacitos de pulmón arrancados del cadáver de una mujer fallecida ocho décadas atrás, y se lo contó al mundo en la prestigiosa revista científica Nature. El mundo tembló. Taubenberger y su equipo trajeron de vuelta el fantasma de la pandemia por la que fallecieron más de 50 millones de personas, en todo el mundo y en poco más de un año. Sí, pero motivados por argumentos de peso: descubrieron que el virus de la gripe de 1918 había saltado de las aves a los humanos y que tenía similitudes con el virus H5N1 de la gripe aviar de 2005, que por entonces había acabado con varias personas.

Desde entonces, razones similares han motivado la creación de virus letales de la gripe. Y también han alimentado el debate sobre si es beneficioso llevar a cabo investigaciones que podrían desencadenar una pandemia catastrófica si la diminuta amenaza se librase de su aséptica cárcel.
“El virus de la gripe de 1918 ahora no provocaría los mismos efectos porque la población que convivió con él desarrolló anticuerpos y hay antivirales, además de antibióticos para las infecciones bacterianas subsiguientes a la de la gripe”, explica la investigadora del CSIC Amelia Nieto, quien lleva décadas estudiando este virus.

Pero también admite que las creaciones de laboratorio que se han desarrollado después, y han sido varias, pueden plantear serios problemas. Estos patógenos, que basan su diseño en la idea de que para estudiar los peores escenarios hay que vérselas primero con los enemigos más feroces, son temibles. Las nuevas cepas se han obtenido uniendo fragmentos de distintos virus que dan al resultado final una alta patogenicidad y una gran capacidad de transmisión, las dos características claves para poner en marcha una peligrosa pandemia.

Los científicos han abordado proyectos para resucitar el uro, el mamut y el tigre de Tasmania sin estudiar si podremos convivir

El inicio podría ser un escape como el que en 1979 acabó con más de 60 personas en la localidad soviética de Sverdlovsk, donde se esparcieron esporas de ántrax desde una instalación militar. Según admitió el presidente Boris Yeltsin trece años más tarde, la causa de la fuga fue que un empleado se olvidó de reemplazar un filtro.

[image id=»68582″ data-caption=»En guardia ante los transgénicos. Algunos grupos sociales ven una amenaza para la soberanía alimentaria en el éxito cosechado por el arroz modificado genéticamente para aportar vitamina A a las personas con déficit.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Tampoco se puede descartar que el virus salga de su confinamiento por el contagio de algún investigador. De hecho, una de las críticas que ha recibido Yoshihiro Kawaoka, uno de los científicos dedicados a crear cepas mortíferas de gripe, es que su laboratorio de la Universidad de Wisconsin cuenta con una acreditación de nivel de bioseguridad BSL-3. Este tipo de instalación está aislada del exterior, pero los científicos no cuentan con un sistema de respiración autónomo como en los recintos BSL-4, la máxima categoría.

Pero los resultados de los experimentos con animales no aseguran una predicción total de las implicaciones en humanos. Un ejemplo es el virus de la pandemia de 1918. En principio no tenía por qué haber sido tan agresivo, pues era de un tipo que circula entre humanos. Sin embargo lo fue.

Ahora se sabe que fueron unos residuos infrecuentes los que le conferían su patogenicidad. Esta información es útil porque permite identificar virus que también los contienen y catalogarlos como potencialmente muy patogénicos. Pero el hecho de que crear un asesino microscópico no garantice que podrás luchar contra sus congéneres cubre de dudas los estudios. Tampoco da mucha seguridad gastar miles de millones en un proyecto energético que solo ofrece incógnitas, y se está haciendo.

El problema de encender un sol en la tierra
La energía de fisión se extendía por el mundo en la segunda mitad del siglo pasado dejando atrás desastrosos accidentes radiactivos. Mientras, la investigación en el campo de la producción de energía nuclear de fusión acumulaba resultados que alimentaban la ambición internacional de conseguir una fuente de energía definitiva. El objetivo final de los científicos de este campo es reproducir las reacciones que se producen en las estrellas. Encender un sol en la Tierra.

Ahora, el sueño está cerca de convertirse en una realidad con el ITER (Reactor Termonuclear Experimental Internacional, por sus siglas en inglés), un astro que se está construyendo en el sur de Francia. Si funciona, se obtendrán 500 megavatios de cada 50 invertidos.

Desde el primer momento, los ecologistas arremetieron contra el proyecto. “Nosotros no tenemos nada que ver con la energía de fisión tradicional, pero el mero hecho de tener la palabra nuclear ya suscita el riesgo asociado a la imagen colectiva”, aclara el director general adjunto del ITER, Carlos Alejaldre. Efectivamente, la fusión nuclear no generará residuos radiactivos que duren miles de años, ni presentará el peligro de una reacción en cadena. Lo único que tiene en común con los reactores de fisión es que no emitirá gases de efecto invernadero.
Pero también es cierto que el sistema llegará a tener circulando hasta tres kilos del gas radiactivo tritio y que “las reacciones nucleares tendrán un impacto en el sistema de la vasija, pero los estudios indican que al cabo de cien años seremos capaces de reciclar todos los componentes”, puntualiza el científico español.

[image id=»68583″ data-caption=»El ITER calentará isótopos de hidrógeno hasta que, entre 100 y 200 millones de grados, se forme un plasma donde los núcleos chocarán y generarán energía.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

“Empezamos el proceso de licenciamiento por la autoridad nuclear francesa semanas después del accidente de Fukushima; había mucha sensibilidad”, recuerda Alejaldre, el responsable de la seguridad del proyecto. El viaje duró dos años y llevó al equipo del ITER a imaginar todo tipo de situaciones. Incluso fue atrás en el tiempo hasta el terremoto que en 1909 afectó a la Provenza, una región situada pocos kilómetros al sur de la casa del ITER. Aquella catástrofe destruyó totalmente poblaciones como Lambesc, y se ha temido que pudiera suceder lo mismo con la flamante instalación científica.Pero no. La arquitectura se ha ocupado de eso.
¿Y si la presa situada a unos 60 kilómetros del recinto se rompiera y provocara una inundación total?. “Asumimos que se producía la mayor inundación que uno se puede imaginar, asumimos que perdíamos la electricidad y que no se podía hacer ningún tipo de acción, y la conclusión fue que no habría problemas para las personas ni para el medio ambiente”, revela el físico.

Ese es uno de los grandes puntos a favor del proyecto. “Las condiciones de la fusión son muy especiales, y cualquier desviación de la situación ideal hace que la reacción se apague”, explica.
Irónicamente, el punto fuerte que hace tan seguro el sistema también es su peor enemigo: el mayor peligro del ITER es que no funcione. Y la producción de energía nuclear de fusión eficiente y sostenida ha sido un objetivo esquivo durante muchas décadas.

Son la financiación y la política las que han sembrado los obstáculos. En 2001, el coste previsto para la construcción del reactor era de 5.000 millones de euros, pero la última proyección señala un coste final de alrededor del triple… y podría aumentar. Además, el ITER no deja de ser un experimento; después de él habría que construir un nuevo reactor de demostración. El coste de todo ello podría ser inasumible para los socios que lo financian: Estados Unidos, Rusia, Japón, Europa, China, India, Corea del Sur.

Más aún cuando están surgiendo nuevos conceptos de reactor más baratos y la sociedad demanda acciones políticas para luchar contra el cambio climático. La catástrofe de ITER no será nuclear. Si no funcionase, sería un fracaso económico y una pérdida de tiempo de la que los soñadores de la fusión, y la ciencia, tardarían en recuperarse.

[image id=»68584″ data-caption=»Amenaza latente. La erradicada viruela podría regresar a partir de las muestras del virus que la causa, custodiadas en dos laboratorios de Rusia y de Estados Unidos.» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Incertidumbre en las nubes de la geoingeniería
“Si otro país estuviera intentando controlar nuestro clima, ¿seríamos capaces de detectarlo?” La pregunta le llegó por teléfono al investigador de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, Alan Robock. Sus interlocutores, de la CIA, se habían puesto en contacto con el científico por ser un experto en la investigación del clima. Respondió que pensaba que sí podrían detectarlo y colgó el teléfono, pero le iba a ser difícil desconectar de aquella conversación. La idea de unos servicios secretos controlando el clima mundial había soltado en su mente el ancla de la sospecha.
La llamada tuvo lugar hace cuatro años, pero el científico la narró en febrero, después de la publicación de un informe de la Academia Nacional de Ciencias estadounidense (NAS, por sus siglas en inglés) sobre geoingeniería, la ciencia quimérica de modificar el clima del planeta para salvaguardar su benignidad.

El hecho de que los servicios de inteligencia del país americano participasen en la financiación del informe fue lo que llevó a Robock a compartir su desazón. “Me pregunté si no sería que también querían saber si otros llegarían a conocerlo si la CIA estuviera controlando el clima mundial”, admitió en un artículo que escribió en el diario británico The Guardian días después de la publicación del informe de la NAS.
Muy perspicaz, Robock. La academia menciona expresamente una de las estrategias por las que se interesaron los empleados de la CIA: la amortiguación de la radiación solar mediante la inyección de aerosoles en la atmósfera o utilizando nubes reflectantes sobre el mar. Según el informe, la implementación de estas sustancias químicas tendría efectos secundarios negativos en la capa de ozono, en los patrones de las precipitaciones, en todos los ecosistemas y en la salud humana. Como a día de hoy es técnicamente imposible monitorizar su aplicación, el texto aconseja que no se lleven a cabo planes de este tipo.
Pero también apremia a deliberar seriamente sobre la posibilidad de crear estructuras que recojan los avances. Solo para estar preparados. Y esta conclusión entronca siniestramente con el espíritu de la última revisión cuatrienal del departamento de Defensa estadounidense respecto al cambio climático, de 2014.

Según el documento, el fenómeno causará un aumento de la competencia por los recursos y provocará pobreza, inestabilidad política, degradación ambiental y tensiones sociales en el extranjero. “Condiciones que pueden activar actividad terrorista y otras formas de violencia”, advierte. De ahí que la experimentación en geoingeniería esté mucho más lejos de ser un asunto trivial que de convertirse en un preocupación potencialmente catastrófica.
Se conocen experimentos relacionados con el bloqueo de la luz solar en Estados Unidos, Perú, Alemania y Rusia; y pruebas en el campo de la manipulación de la lluvia por todo el mundo. La lógica dice que son maniobras necesarias en el contexto de cambio climático, pero el potencial destructivo de una aplicación negligente o malintencionada envuelve los ensayos en cierto secretismo.

Por otra parte, que el tema salga a luz en informes como el de la NAS demuestra cierta voluntad de hacer un uso coordinado de las tecnologías de bloqueo solar para mitigar los efectos del cambio climático. Es lógico, pues es una de las aplicaciones más prometedoras de la geoingeniería. Pero los inconvenientes de liberar a la atmósfera sustancias químicas que podrían provocar reacciones inesperadas siguen pesando más que sus ventajas.
Según el trabajo de Robock, avalado por su experiencia en la elaboración de documentos de consulta dentro del IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, por sus siglas en inglés), la geoingeniería estratosférica tiene cinco beneficios por 26 riesgos potenciales. Y la acción de bloqueo precisa un mantenimiento constante. Si se suspendiera repentinamente, acontecería un cambio climático abrupto difícil de contrarrestar y de consecuencias incalculables.

La manipulación podría ser perjudicial incluso si se llevara a cabo con éxito, pues conllevaría una relajación en la reducción de emisión de gases de efecto invernadero, y la comunidad científica está de acuerdo en que esa debe ser la tarea prioritaria. Pero la geoingeniería no se detiene. Y es que todo lo que se pueda hacer, se intentará. Hasta resucitar el mamut lanudo es una posibilidad para la ciencia.

[image id=»68585″ data-caption=»El NationalIgnition Facility de California investiga en tecnología nuclear» share=»true» expand=»true» size=»S»]

La cuestionable resurrección de los animales
Todo lo que sube ha de bajar. La Estación Espacial Internacional no es una excepción. Según los datos de la NASA, los sistemas de la mole de 400 toneladas serán perfectamente válidos, al menos, hasta 2028. Ese año, los componentes más antiguos de la estación habrán estado en órbita tres décadas. Pero no está claro que vayan a alcanzar la treintena. Lo único seguro es que llegará el momento en que los socios que mantienen este laboratorio orbitando a 320 kilómetros de altitud iniciarán un vuelo controlado hacia el fondo del océano Pacífico.
Restos de este laboratorio orbital se desparramarán en un área de cinco kilómetros cuadrados que debe coincidir con una extensión conocida como cementerio de aeronaves. Si todo sale bien, solo los marineros que naveguen por el pasillo habilitado para el impacto deben estar atentos a los avisos de las autoridades.

Los trozos de la estación serán unos souvenirs solo al alcance de los peces, pero un mal cálculo podría ser desastroso. Se sabe que buena parte del mayor objeto que la humanidad ha enviado al espacio no se desintegrará a su paso a través de la atmósfera, y que entre el 10 y el 40 por ciento de ella tocará el suelo del planeta. Podría caer encima de alguien: un riesgo controlado y asumible.
No como la idea de que los científicos deberían devolver la vida a especies extintas, cuyas consecuencias son potencialmente indeseables y difícilmente previsibles. Su justificación descansa básicamente en dos argumentos. El primero, que la biodiversidad está registrando un ritmo de disminución catastrófico que podría revertirse. La estrategia sería incrementar el número de individuos de una especie cuando solo quedara un puñado de parejas al borde de la extinción.

El segundo puntal es que el ser humano tiene una cuenta pendiente con ciertas especies que ha exterminado. Ambos razonamientos perderían vigencia si no fuese porque los expertos en biología sintética afirman que ya se han sentado las bases teóricas para poner sobre el tablero del juego de la vida especies desaparecidas, que no olvidadas.

Los avances en los campos de la clonación y la ingeniería genética lo permiten, pero con matices. Para resucitar una especie extinta hace falta un genoma completo, y conseguirlo es muy poco probable. Por eso, la idea es rellenar los huecos de los genomas parciales disponibles con genes de otras especies y usar un animal moderno como madre. En realidad, la desextinción es una suerte de creación de organismos modificados genéticamente.
Podrían crear problemas como el que los conejos europeos provocaron en Australia después de que los ingleses los llevaran a la isla, a mediados del siglo XIX. Desde entonces, los australianos han luchado por controlar una febril proliferación que ha privado de alimento a las especies autóctonas y ha acelerado la erosión de la tierra.

Pero puede ser algo seguro. Diferentes proyectos de desextinción han probado con animales como el uro, el mamut, el tigre de Tasmania, el delfín del Yangtse y una rana extinta en 1983. Y el español Alberto Fernández-Arias tuvo éxito en desextinguir el bucardo, o cabra montés de los Pirineos, pero no en que su estirpe continuara.
También la paloma migratoria ha sido la protagonista de un proyecto de desextinción: se mueven en grupos de hasta millones; ¿y quién quiere esas bandadas de sucios portadores de patógenos sobrevolando, incluso habitando, su calle y sus ventanas?

Andrés Masa Negreira