En cuanto se despereza el día, en el instante sin nombre en que la luz repentinamente se extingue, o durante los tramos más profundos de la noche, un estallido sonoro irrumpe en el silencio solemne del Museo Paleontológico Egidio Feruglio (MEF). En cualquier momento, empujado por la irreverencia con que emerge un antojo, un teléfono suena aquí, en la ciudad de Trelew, en el corazón de la Patagonia argentina. Hasta el esqueleto del carnívoro Tyrannotitan chubutensis, que domina el salón central con sus dientes aún afilados, y las reconstrucciones de un Eoraptor y un Piatnitzkysaurus floresi quieren saber de qué se trata. A qué se debe tanto alboroto extinguido abruptamente en cada ocasión por un hombre que, tras atender con un movimiento automático, robótico, vuelca en un cuaderno unas palabras que solo él entiende.

La primera pista fue la llamada de un peón rural al museo paleontológico: “he encontrado un hueso”

Los investigadores del museo las conocen bien. Se refieren a ellas como “denuncias”. Llamadas furtivas desde cualquier esquina de la región, en el extremo más austral del continente americano. 787.800 kilómetros cuadrados que abarcan las provincias de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego, la Antártida y las islas del Atlántico Sur. Desde allí, niños, adultos y ancianos levantan el teléfono, marcan el número del museo y cuentan lo que sus ojos ven: una astilla o un pedazo de hueso que sobresale del baldío y feroz desierto patagónico.

En 2011, un peón rural llamado Aurelio Hernández, que paseaba a caballo por la estancia La Flecha –a 260 km de Trelew y a más de 1.300 de Buenos Aires–, vio que emergía del suelo algo extraño, desafiante: un hueso solitario, distinto de los que dejan los animales de la zona tras despedirse de este mundo. De inmediato, se lo mostró a Óscar Mayo, uno de los dueños de la estancia y con buen ojo para la Paleontología, quien alertó a los investigadores. “Esta tierra tiene magia”, repite como un mantra su hermana Alba desde hace décadas. “Aquí hay más fósiles que ovejas. “ No se equivoca: en su patio dormía uno de los dinosaurios más grandes del mundo.

[image id=»67349″ data-caption=»En el Museo Paleontológico Egidio Feruglio (MEF) se exhiben recreaciones de los dinosaurios hallados en estas tierras» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Un regalo de Navidad

Excepto por la península Valdés, la provincia de Chubut no figura entre los principales destinos de la Patagonia. José Luis Carballido lo sabe y lo agradece. Cada verano (diciembre, en el hemisferio sur), este investigador de 36 años del MEF planifica una nueva campaña científica examinando cada denuncia con cuidado.

A finales de diciembre de 2012 se inclinó por el enigmático dato proveniente de la estancia La Flecha. “Vamos a ver de qué se trata”, dijo la mañana de un 24 de diciembre a su colega Pablo Puerta, jefe del Departamento Técnico del Museo, quien, sin pensarlo dos veces, subió a su camioneta con su hijo de 10 años y un pequeño amigo para emprender el viaje.

Cuando llegaron al lugar, empezaron a rastrillar con la mirada –y con cinceles, cepillos y martillos– los detalles minúsculos de la tierra. A las cinco de la tarde recibieron su primer regalo de Navidad: un pedacito de hueso asomaba del suelo. No se imaginaban en ese momento que se trataba de la punta de un fémur de 2,40 metros de largo.

A los pocos minutos, otro hallazgo: un trozo de lo que parecía una vértebra, una que, saben bien los paleontólogos, solo poseían los miembros de una especie particular, y monumental, de dinosaurios. En ese instante, José Luis Carballido, invadido por la emoción, lo supo: ahí, bajo sus pies, cubierto por un manto delgado de tierra y silencio, yacía un titanosaurio.

Taparon todo y prometieron volver tras los festejos de fin de año para reencontrarse con los restos escondidos en las rocas de aquel dinosaurio cuadrúpedo de cuello largo, cabeza pequeña, ancha y alargada, uno de los animales terrestres más grandes que han existido.

Los siete ejemplares del yacimiento murieron allí, pero en momentos distintos

Pasado el mediodía del 8 de enero de 2013, Carballido estaba ahí de nuevo, acompañado por una caballería científica formada por los paleontólogos Diego Pol, Leonardo Salgado, Ignacio Cerda, Alejandro Otero y Alberto Garrido, bien aprovisionados de cantimploras, picos, palas, martillos neumáticos, tiendas de dormir, protector solar, gorras y, por supuesto, papel higiénico. Bajo unos ardientes 40 grados, se pusieron a excavar, a limpiar y a reír. Cada vez que extraían rocas con las palas y descendían un centímetro en esa tierra estéril parecían dar otro paso hacia un mundo ajeno al suyo. En solo un día dieron con el hueso de una cadera, tres vértebras de la cola y de la espalda y un fémur de unos 600 kilos. La cinta métrica se les quedó pequeña: aquel hueso fosilizado era demasiado grande. No se trataba de un titanosaurio más, como el Argentinosaurus –descubierto en 1987 en la provincia de Neuquén–, el Puertasaurus de Santa Cruz y el Andesaurus, descrito en 1991 por el prócer de la paleontología argentina: José Bonaparte. Era una bestia prehistórica distinta, el dinosaurio más grande que se había conocido hasta entonces. Y como tal fue recibido: con champán. Nadie recuerda quién llevó la botella. Cuando estos paleontólogos, y amigos, se dieron cuenta de lo que habían encontrado, se abrazaron bajo el manto festivo de un brindis.

Las joyas de la tierra

Hasta el momento, los paleontólogos del MEF han realizado ocho agotadoras campañas en las que científicos, estudiantes y voluntarios se alternaron para, además de trabajar, cocinar con la ayuda de hornos portátiles, bajo un sol abrasador de día y vientos helados de noche. Llegaron a ser unos 30 curiosos empeñados en extraer de la tierra y del olvido los restos de un animal de una belleza extraordinaria, condenado a no volver nunca a recorrer por sus propios medios la superficie.

Cuando pensaban que la sorpresa ya se extinguía, aparecían más fósiles, indiferentes al mundo levantado sobre ellos durante unos 90 millones de años. “Por ahora tenemos unos 200 fósiles de, al menos, siete bichos adultos que murieron en el lugar”, revela Carballido, quien, irónicamente, hace unos años viajó a Alemania a estudiar al saurópodo más pequeño conocido, el Europasaurus. Los restos están prácticamente intactos, algo infrecuente, ya que los fósiles de titanosaurios son escasos y fragmentarios.

60 dientes, por lo menos, de dinosaurios carroñeros se han hallado en el área de las excavaciones.

Según pudieron calcular los investigadores, estos descomunales animales, altos como un edificio de siete pisos, habrían alcanzado los 40 metros de largo desde la cabeza hasta la cola –tanto como dos camiones tráiler, uno detrás de otro–, cinco centímetros más que el Argentinosaurus. Probablemente, su peso alcanzaba las 77 toneladas, como unos 14 elefantes africanos juntos.

“Sus excrementos eran también monumentales”, afirma Carballido. Un elefante pesa cinco toneladas y come 300 kilos de plantas al día. Es difícil, entonces, imaginar los desechos de un animal que también comía plantas incansablemente, pero que pesaba 70.000 kilos. No quiero ni imaginar cómo copulaban.

Estos ciudadanos de un mundo aún virgen de la plaga humana habrían vivido durante el periodo Cretácico superior, cuando Sudamérica era una gran isla cuya fauna particular de dinosaurios evolucionaba con independencia de la del resto del mundo. En la actual Patagonia imperaban un clima húmedo y una vegetación densa con frondosos bosques con árboles de 15 metros de alto de los que se alimentaban estos animales herbívoros.

[image id=»67350″ data-caption=»El paleontólogo José Luis Carballido, investigador del Museo Paleontológico Egidio Feruglio» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Crecer para sobrevivir

Sus descomunales tallas no respondían a un capricho. Eran más bien consecuencia de una inteligente estrategia de supervivencia. “Suponemos que cuanto más grandes eran estos animales, a los depredadores les resultaba energéticamente más costoso y arriesgado atacarlos” cuenta Carballido. Lo que sabemos es que en un ecosistema actual a los animales más grandes no los mata nadie cuando alcanzan el tamaño adulto. A no ser que estén enfermos o casi muertos. Y al ser más difíciles de depredar, van dejando más descendencia.

A lo que no eran inmunes estos dinosaurios era, obviamente, a la muerte. Este linaje de gigantes fue incapaz de adaptarse a los abruptos cambios en el ambiente y se extinguió muchos millones de años antes de la llegada del famoso meteorito.

En el yacimiento donde se han hallado los siete ejemplares de esta especie, aún no bautizada científicamente hay un nivel inferior y otro superior, separados por un metro y medio. Lo que indica que los siete ejemplares no murieron justo en el mismo instante. Por alguna razón, en dos o tres momentos distintos del tiempo, quizá separados por pocos años de diferencia, estos animales volvían al lugar y allí morían.

“Pensamos que durante los periodos de sequía concurrían en manada a pequeños charcos de agua a beber en una zona del valle con un río, y quizá algunos morían por deshidratación o porque pisaban el terreno fangoso y quedaban atrapados”, cuenta el paleontólogo Alejandro Otero, de la Universidad Nacional de La Plata y miembro del equipo. “La acumulación de los cuerpos de estos animales pudo ser un festín para otros dinosaurios carroñeros de gran tamaño, como el Tyrannotitan chubutensis, de los que también encontramos unos 60 dientes. Suponemos que se les rompían al morder la dura piel y carne de estos gigantes.”

Los investigadores del MEF saben que en este sitio les queda mucho trabajo por delante, toda una caja de sorpresas: al menos tres años de trabajo de campo en los que esperan encontrar con excavadoras y grúas hidráulicas nuevos tesoros. En especial, una pieza que les falta: un cráneo. En unos seis o siete años tendrán los resultados finales, con descripciones detalladas de la anatomía de esta curiosa especie. Para entonces, esperan haberle asignado un nombre.

“Aún no lo tenemos decidido”, confiesa Carballido. “Queremos dedicárselo a los dueños del campo, la familia Mayo, que nos dieron aviso y nos dan la bienvenida todas las campañas. Y también hacer referencia a su magnificencia y a las características de la región.”

Más que un cementerio de gigantes, todo un paraíso para los paleontólogos donde fueron encontrados los tres mayores dinosaurios del mundo y en el que, como no se cansa de señalar el paleontólogo Sebastián Apesteguía, confluyen tres factores que facilitan los hallazgos. Primero: el 70% del territorio argentino es un semidesierto, lo que hace que, al no haber cobertura vegetal, los fósiles sean muy fáciles de detectar en la superficie. Segundo: la ayuda de la cordillera de los Andes, levantada de tal modo que las rocas de las profundidades quedaron expuestas. Y tercero: 200 años de tradición de investigación paleontológica en vertebrados hecha por científicos locales.

Ni Lionel Messi, ni el papa Francisco: los verdaderos embajadores de este rincón del mundo son los dinosaurios y el eco fosilizado de un mundo temporalmente distante. Una grandeza extinguida pero aún presente. Si la Patagonia es un cofre y los dinosaurios son sus joyas, la nueva especie recientemente descubierta es su más majestuosa corona.

El dino que no tenía miedo

[image id=»67351″ data-caption=»Los científicos han encontrado restos de, por lo menos, siete dinosaurios gigantes» share=»true» expand=»true» size=»S»]

Al sur del continente americano prácticamente no pasa un mes sin que se escuche desde algunos de los rincones de la Patagonia el anuncio de un descubrimiento. Es como si la Paleontología se hubiera convertido en una carrera permanente por ver quién da con el ejemplar más grande, más completo, más extraño. Lo cierto es que cada hallazgo es recibido con festejos, como sucedió recientemente con la bienvenida de una nueva especie: un titanosaurio de 26 metros de largo y unos 59.300 kilogramos ‒algo así como una docena de elefantes africanos‒ cuyo fósil fue encontrado en la provincia de Santa Cruz, Argentina, entre 2005 y 2009 por un equipo de estadounidenses y argentinos dirigido por Kenneth Lacovara de la Universidad Drexel en Filadelfia. Bautizado Dreadnoughtus schrani ‒cuya primera parte del nombre significa “el que nada teme”, mientras que la segunda palabra es un homenaje al empresario Adam Schran, quien financió la excavación‒, fue desenterrado en la Formación Cerro Fortaleza: su cola medía casi nueve metros. Quizá viviera hace 77 millones de años, tenía el cuello largo y se estima que su estómago era del tamaño de un caballo.

Los más pequeños

La Patagonia es una tierra de extremos en la que habitaron los dinosaurios más grandes del planeta junto con los más pequeños. En 2007 se descubrieron los fósiles de una especie conocida como heterodontosáuridos, que vivió hace 170 millones de años. El ejemplar, llamado Manidens condorensis, medía 60 cm de largo: era tan pequeño como un gato. Otro de los dinosaurios enanos que habitaron la Patagonia fue un carnívoro conocido como Alnashetri. Con solo 50 cm de largo y 20 de alto, se cree que se alimentaba de insectos y frutos, pese a ser carnívoro. El título de “dinosaurio más pequeño del mundo” es discutido: están los que dicen que le pertenece al Ashdown maniraptorian ‒entre 33 y 40 cm de alto, similar a un ave y encontrado en Sussex, Inglaterra‒ y aquellos que apuestan por el Micropachycephalosaurus, hallado en China en 1978. Sea uno u otro, estos pequeños hablan de la diversidad de esta familia de animales que no deja de sorprendernos.

Redacción QUO