Ella gira a 300 kilómetros por segundo y, en su frenesí, va expeliendo parte de su masa hacia un disco que se acumula a la altura del ecuador. Cuando ambos alcanzan su punto más próximo en las órbitas con que se circundan, ese material se desplaza hacia un él invisible y queda atrapado en su cercanía en otro disco giratorio.

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Así transcurre la existencia del dúo formado por la estrella MCW 656 y su agujero negro acompañante. El fenómeno tiene lugar en nuestra galaxia, a 8.000 años luz de la Tierra, en la constelación de El Lagarto, y ha sido descubierto por un grupo de investigadores españoles de diversos centros, que lo describen hoy en la revista Nature.

Hasta ahora, nunca se había detectado la combinación de este tipo de estrella, llamado Be o peonza (por su gran velocidad) y un agujero negro, aunque se habían formulado hipótesis que predecían su existencia. La pista que guió a los científicos en 2010 fue una radiación de la estrella que no se correspondía con la de un astro solitario. Al profundizar en su estudio con ayuda de los telescopios Liverpool y Mercator del Observatorio del Roque de los Muchachos (Isla de La Palma), comprobaron que, si la estrella tenía entre 10 y 16 veces más masa que nuestro Sol, la del cuerpo que la acompañaba debía de rondar estar entre 3,8 y 6,9 masas solares. “Un objeto así, que no es visible y con esa masa, sólo puede ser un agujero negro, porque ninguna estrella de neutrones es estable por encima de tres masas solares” afirma Ignasi Ribas, participante en el estudio e investigador del CSIC en el Instituto de Ciencias del Espacio (IEEC- CSIC).

Sin embargo, cuando un agujero se alimenta de una estrella, su “digestión” suele provocar una potente emisión de rayos X. En este caso, esa manifestación era mínima, lo que hizo pensar a los científicos que la materia que atraía se quedaba en su disco de acreción, sin caer en su interior. Este tipo de agujeros “durmientes” tienen una emisión de rayos X casi inexistente, por lo que resulta muy difícil que capten nuestra atenicón”, según explica Jorge Casares, primer autor del artículo, que desarrolla su labor en el Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) y la Universidad de la Laguna (ULL).

A partir de este hallazgo, los científicos consideran que podría haber muchas otras parejas de este tipo en la Vía Láctea y, naturalmente, se disponen a rastrearlas.

Pilar Gil Villar