Se necesitaría como mínimo un objeto del mismo tamaño y densidad que la Luna que la golpeara a la misma velocidad y en dirección opuesta a la de su órbita. Esto podría detener la Luna y hacerla precipitarse sobre la Tierra.

Incluso si la colisión recolocase la Luna en una órbita más baja o menos circular, tampoco saldríamos indemnes: si la nueva órbita la situase a la mitad de su distancia actual, las mareas oceánicas aumentarían ocho veces su nivel. Gareth Wynn-Williams asegura que «un buen número de neoyorquinos se darían un buen baño».

Redacción QUO