Primero, dejad que nos riamos amablemente de nuestra propia profesión. La revista Nature publicó en marzo el artículo en que se contaba que el hombre tuvo espinas en el pene hace miles de años. Pero con las prisas de querer ser el primero en internet, alguien metió el artículo en quién sabe qué traductor online, y le salió que lo que tenían los machos humanos era un hueso. Vaya por dios… A base de copia-pega, la noticia corrió como la pólvora hasta por las páginas de grandes diarios nacionales que, a la hora de cierre de este reportaje, siguen en el error.

Pero no, no era un báculo lo que se mencionaba en el artículo científico publicado por investigadores de la Universidad de Stanford (California, EEUU), que es como se llama ese huesecillo que sí tienen algunas especies, sino que se trataba de una suerte de espinas muy pequeñas de queratina. Aun así, la cuestión no deja de ser llamativa, porque tiene implicaciones en nuestra monogamia y porque solo de imaginarnos las escenas de sexo prehistórico se nos abren las carnes…

Una cuestión espinosa

En realidad, el trabajo no tenía esa fijación freudiana ni, como tantas otras veces, buscaba nada en concreto, sino que estaba comparando, a tres bandas, el ADN del hombre actual con el de un neandertal y con el del chimpancé (por ser genéticamente muy parecido a nosotros), para saber qué ha puesto y qué ha eliminado la evolución en cada uno. La vieja pregunta de qué nos hace únicos. “Hemos identificado cambios moleculares que muy probablemente han producido cambios reguladores significativos en los humanos: supresiones completas de secuencias de ADN que han conservado los chimpancés y otros mamíferos”, comentaron los directores de la investigación, Cory Y. McLean y David Kingsley.

Traducido: ese análisis descubrió unas 500 diferencias, pero sobre todo halló una que no se esperaban: en el hombre actual y en el neandertal faltaba una fracción de ADN que activaba el gen que regula el crecimiento de esas espinas en el falo, y que también hacía desarrollarse una especie de bigotes sensoriales (vibrisas) que sí conservan otros mamíferos, como, por ejemplo, los ratones y otros roedores que dependen menos que nosotros de su vista.

Antes de que sigamos todos apretando los dientes, vamos a la pregunta que nos ronda desde hace varias líneas: ¿y para qué queríamos nosotros, los chimpancés y los demás esos pinchitos? Lo sentimos, la ciencia no se pone de acuerdo. En los gatos, por ejemplo, que también tienen algo similar, parecen estar destinados a estimular la ovulación de la hembra, y así conseguir la inseminación sí o sí. De paso, al retirar el pene, el animal arrastra el posible semen que haya podido dejar dentro otro competidor; o incluso destapona el conducto vaginal que otro macho haya obstruido con sus flujos. Otros, en la misma línea, creen que las especies que tienen estas puntas de queratina (un tejido parecido al de las uñas) las destinan directamente a desgarrar a la hembra e impedir así que sea capaz de quedarse preñada de otro. A algunos expertos no les convence esta explicación pero hoy por hoy es la más probable.

Y entonces llegó la monogamia

Pero los científicos autores de la investigación dan por buenas estas teorías, sobre todo porque, si no, no podrían aventurar otra de sus conclusiones: ¿por qué perdimos esas espinas? Es decir, si servían para asaetear a la competencia, ¿por qué la evolución las eliminó? Según ellos, “se han producido cambios evolutivos profundos en los genitales humanos, en comparación con los de otros animales”, y eso indica que debió de haber un cambio radical de comportamiento. Se inclinan a pensar que la tendencia a la monogamia de nuestros primeros ancestros pudo hacer desaparecer esa necesidad.

Le pedimos un comentario al respecto al paleogenetista Carles Lalueza Fox, Investigador del Instituto de Biología Evolutiva de Barcelona (Consejo Superior de Investigaciones Científicas-Universidad Pompeu Fabra) y nos contesta en tiempo récord por correo electrónico: “Creo que esas opciones son verosímiles[las de la utilidad de las espinas], pero difíciles de comprobar. Los autores [del estudio de Nature] relacionan la pérdida de esas espinas con la monogamia y la posibilidad de realizar cópulas mas largas y más seguidas sin la competición con otros machos”. Y continúa: “Creo que sería interesante contrastar esta hipótesis, y podría hacerse de la siguiente manera. En la naturaleza hay pocos mamíferos que sean monógamos (son cerca del 7%), pero aun así, hay algunos primates que sí lo son, como los gibones, algunos tarseros y ciertos titís. Si realmente su explicación es correcta, podría mirarse si estas especies tienen las espinas del pene menos desarrolladas que otros tipos de primate que son parecidos pero que tienen otras estrategias reproductivas”, propone el genetista.

Un ratito más de amor

Lalueza menciona las cópulas más largas porque los científicos de la Universidad de Stanford también comentan que: “La supresión de las espinas disminuye la sensibilidad táctil e incrementa la duración de la introducción, lo que indica que su pérdida en el linaje humano puede relacionarse con la mayor duración de la cópula en nuestra especie, respecto a los chimpancés”. O dicho de un modo más simple: una composición (morfología) del pene más sencilla “suele asociarse con estrategias reproductoras monógamas en los primates”.

La idea no es descabellada, porque se sabe que muchos otros cambios en la anatomía del ser humano vinieron de la mano de la formación de parejas estables. Por ejemplo, el tamaño de los colmillos masculinos se redujo, y los espermatozoides pasaron a ser menos activos (quizá porque tenían un óvulo garantizado tarde o temprano con su hembra habitual).

Hay que ir enseñando

El experto del CSIC explica algo más de cómo la selección natural produce cambios y diferencias asombrosas en nuestras morfologías: “El tamaño del pene es un rasgo que varía muy notablemente entre los primates, y se ha relacionado con la estrategia reproductora y la estructura social. En nuestro caso, es evidente que se relaciona también con la bipedación, ya que el pene queda expuesto a la vista”, lo que permite exhibir potencia.

Y continúa: “El hecho de que el tamaño en humanos sea el mayor de forma absoluta y relativa comparado con otros primates parece estar relacionado con un proceso de selección sexual. Es decir, que se ha seleccionado hacia un tamaño mayor, igual que otros rasgos, en este caso femeninos, como el tamaño de los pechos (los otros primates no tienen prácticamente pechos, sino solo pezones). La casi obsesión de la sociedad humana actual por estos dos rasgos ya nos indica que han sido objeto de selección sexual a lo largo de nuestro linaje”, termina diciendo.

¿Relación entre pene y cerebro?

Ya decíamos al principio que, según esta investigación, nos falta una parte del gen (el AR) que hacía crecer esos pinchitos (y también las vibrisas sensoriales). Por otro lado, a otro de nuestros genes (el GADD45G) le falta una parte de la cadena de ADN que impedía en parte la proliferación celular en ciertas regiones de nuestro cerebro. Es decir, cuando perdimos ese “freno”, el cerebro creció. Lo decimos más que nada –no os quejéis, no hemos hecho bromas hasta el momento– porque es sugerente la coincidencia de que pasamos a ser unos amantes más agradables, menos punzantes, justo cuando nos volvimos más inteligentes. Pero no tienen nada que ver ambos efectos genéticos.

En todo caso, ambas pérdidas de código genético vienen a enseñarnos algo que el genetista Maynard Olson, de la Universidad de Washington, declaró a la revista científica Science nada más conocer el estudio: “Hay una tendencia a pensar que una pérdida genética es algo negativo, que resta. A veces, menos es más en términos de evolución; eliminar un pedazo de ADN y ver qué ocurre con ello implica una nueva forma de experimentar”, apuntó.

Genes de chimpancé en ratonas

De hecho, la técnica que emplearon los genetistas del departamento de Biología del Desarrollo de Standford para detectar para qué servian esas partes del gen también fue la de “a ver qué pasa”, pero a la inversa. Al encontrar diferencias en las regiones del ADN relacionadas con hormonas masculinas, y otras relacionadas con el cerebro, insertaron esas porciones perdidas en animales que nunca las tienen ni las han tenido: en embriones de ratones. Cuando los animales nacieron, ocurrió lo que esperaban: a los que les habían añadido la parte del gen que codifica las espinas en el falo, les salieron esos punzones; y a los que les habían inyectado la porción que hace crecer una región del cerebro les aumentó claramente la “masa gris”.

Hay otro investigador que ya está ojo avizor. Svante Pääbo (Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig, Alemania), conocido por sus trabajos para descifrar el genoma del hombre de Neanderthal, ya ha apuntado algo que le hace frotarse las manos: que, de las más de 500 diferencias evolutivas que han encontrado en Stanford, solo se han estudiado a fondo dos. El resto puede ser una mina. Porque, recordemos, el análisis también implicaba un estudio de los genes de nuestro antepasado de hace 600.000 años.

Por lo pronto, ya se ha deducido algo: el neandertal tampoco tenía ya esas espinitas en la verga, así que es aún más fácil que la cópula entre ellos y nosotros (los cromañones) se llevara a cabo. Pero igual lo dicen solamente por pinchar a Pääbo.

Redacción QUO