Un susto de muerte, o la muerte misma, nos puede llegar en cualquier momento desde el cielo de manera inesperada en forma de roca extraterrestre. Bien lo vivió en sus carnes la estadounidense Ann Hodges cuando en 1954 un meteorito perforó limpiamente el techo de su casa de madera en Sylacauga, Alabama, y le cayó encima. Salió viva del impacto, pero con un susto de infarto y un hematoma que le cubría medio torso de recuerdo.

A un chaval del pequeño pueblo de Mbale (Uganda) le cayó hace nueve años en la cabeza un pequeñísimo fragmento de meteorito de solo 3,6 gramos. Tuvo mucha suerte, porque las ramas de un bananero amortiguaron el impacto. La velocidad a la que estos bólidos llegan desde el espacio es de entre 10 y 70 kilómetros por segundo. Esto los convierte, por minúsculos que sean, en un arma letal. No corrió tanta suerte el perro sobre el que cayó un meteorito marciano en Nakhla (Egipto) en 1911. Murió volatilizado por el impacto. O al menos eso es lo que cuenta un testigo de la caída.

Al día llegan a la Tierra entre 50 y 100 toneladas de material extraterrestre. La mayoría es polvo de asteroides y cometas. Son partículas de menos de medio milímetro de diámetro que arden al entrar en la atmósfera por el calor del rozamiento y producen un efecto completamente opuesto al terror y la muerte: las estrellas fugaces.  
Los fragmentos de material extraterrestre realmente peligrosos son los que se muestran como grandes bolas de fuego que atraviesan el cielo. Estos son mucho menos numerosos, del orden de miles. Son porciones de grandes asteroides que sobreviven al impacto de la atmósfera. La mayoría caen en los océanos (constituyen aproximadamente el 70% de la superficie del planeta) y solamente una pequeña fracción son vistos por algún humano.

Una joya científica escasa
“Por término medio, únicamente se recuperan tres o cuatro ejemplares de meteoritos al año con un tamaño de entre uno y cuatro kilogramos”, asegura a Quo Jesús Martínez Frías, geólogo planetario del Centro de Astrobiología (INTA/CSIC). Tras más de 25 años de su vida dedicado al estudio de las rocas extraterrestres, ha tenido entre sus manos meteoritos de todo tipo, entre ellos el más grande que ha caído en España. Golpeó el pueblo murciano de Molina de Segura en la madrugada de la Nochebuena de 1858. Por fortuna, cayó sobre un bancal de cebada. Un testigo describe que vio descender “un globo de fuego brillantísimo y de hermosos colores, que no parecía sino que caía a la Tierra una de las estrellas del cielo”. Meses después, durante la siega, encontraron un fragmento de 112,5 kilogramos. Hoy, este meteorito reposa en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, que tiene la colección más completa de todo el país.

Además de para rompernos la crisma, los meteoritos sirven para investigar sobre la formación del Sistema Solar. Cada meteorito es una joya científica que puede aportar una información única sobre la evolución de nuestro sistema planetario. “Nos permiten realizar un viaje al pasado y conocer las características mineralógicas y geoquímicas del polvo primigenio con el que se formó la Tierra”, explica apasionado el experto del Centro de Astrobiología.

El Sistema Solar se formó hace unos 4.500 millones de años. Una nube de polvo, gas y bloques de piedra orbitaban a gran velocidad alrededor del Sol. Los bloques fueron chocando unos con otros y uniéndose poco a poco hasta dar lugar a los planetas. Los trozos más pequeños se aglomeraron y formaron el cinturón de asteroides, situado entre Marte y Júpiter.

De allí procede la inmensa mayoría de los más de 41.000 meteoritos que hay catalogados. Los hay de tres tipos: rocosos, metálicos y una mezcla de ambos. Los metálicos son los más curiosos, porque la sensación cuando coges uno es inesperada. Tienen un peso extraordinariamente elevado en comparación con su volumen.

Vehículos de la vida
Los más interesantes desde el punto de vista científico son las condritas, un tipo de meteoritos rocosos. “Son, con mucho, las más numerosas –representan un 85% de los meteoritos conocidos– y probablemente también las más interesantes desde el punto de vista astrobiológico”, señala el propio Frías. A bordo de ellos pudieron llegar moléculas esenciales para el desarrollo de la vida en la Tierra, como el agua y otros compuestos inorgánicos y orgánicos.

De las decenas de miles de meteoritos que han caído sobre la Tierra, solo 150 proceden de la Luna, y poco más de 100 de Marte. Son las joyas de la corona, por su rareza. “Aquellos que presentan rasgos más característicos, inusuales o singulares, o una mineralogía o geoquímica especiales, son los que tienen mayor valor científico. Ahí destacan algunas condritas carbonáceas, y determinados ejemplares lunares y de Marte”, reconoce Frías.

Las rarezas también son el objetivo de los cazadores de meteoritos. Estas piezas se venden muy caras en el mercado. En la casa de subastas Christie’s han salido a la venta meteoritos por un precio mínimo de 80.000 euros. Aunque para hacerse con una de estas piezas no hace falta pujar; en la red es fácil encontrar páginas web donde también se venden meteoritos.

Coto de caza (de pedruscos)
Los cazadores de meteoritos recorren el planeta –sobre todo las zonas desérticas de África y América del Sur donde se distinguen bien las rocas sobre el terreno– en busca de este material extraterrestre para engrosar su colección personal, aunque muchos también los ceden a museos. Esta dedicación escuece a más de un científico. Aseguran desde el Foro Español de Meteoritos y Recursos Geológicos del Espacio que “quien encuentre un meteorito debe entregarlo a una institución, pues no le pertenece”. Son de la humanidad, aunque de vez en cuando su llegada a la Tierra nos deje con el corazón en un puño.

Se llama Nakhla

En el meteorito marciano Nakhla, caído en 1911, se han hallado restos de microorganismos. Aún no está claro si son fruto de la contaminación terrestre de la muestra o provienen de Marte.

Lluvia metálica

Fragmento de meteorito metálico caído en Siberia en 1947. El impacto provocó hasta 106 cráteres.

Tunguska, el gran misterio

El 30 de junio de 1908 el cielo de Tunguska, en Siberia, se tiñó de rojo. Una bola de fuego explotó violentamente a 8 km del suelo. La potencia de la explosión fue unas 200 veces la de la bomba de Hiroshima. Fue el meteorito más devastador del siglo XX. Si hubiera caído en un área metropolitana, habría matado a millones de personas. Por suerte no fue así y solo una persona resultó herida: un hombre que se encontraba a 80 km del lugar de la explosión salió despedido como un muñeco de trapo y quedó inconsciente por el golpe. La agencia soviética TAS distribuyó esta foto (izda.) como parte del meteorito, pero lo cierto es que allí no se halló ningún resto.

Incendió y derribó más de  2.000 kilómetros cuadrados de bosque en las proximidades del río Podkamennaya y mató a todos los animales que encontró a su paso.

Trozos de Vesta

Un fragmento del asteroide Vesta caído en 2007 en Ciudad Real.

El meteorito de Mbale

Cargando un fragmento del meteorito que explotó sobre Mbale, Uganda, en 1992. Un trozo de solo 3,6 g golpeó la cabeza de un chiquillo tras rebotar en las hojas de un bananero.

¡En Molina de Segura!

Esta condrita de 140 kg cayó en Molina de Segura (Murcia) en la Nochebuena de 1858. Es el más grande de España.

Un siderolito

En los desiertos y en la Antártida es más sencillo localizar los meteoritos, como este recogido en el desierto de Atacama (Chile) en 1822.
Es un siderolito, mezcla de metal (gris) y silicatos (amarillo).

…Y dejó un cráter

En el mundo se han identificado unos 178 cráteres de impacto; como este, en Egipto.

Megacriometeoros

Los megacriometeoros son enormes trozos de hielo de hasta 50 kg formados en las capas altas de la atmósfera. En enero de 2000 cayeron con abundancia durante semanas en España. Y en 2008, en York County (EEUU), uno golpeó a una anciana.