Fíjate bien en la zona del cuadro de la derecha a la que apunta el lápiz digital. Hay un tul blanco que sobresale bajo la sábana, y que, de estar ahí por el motivo que se sospecha, redecoraría una escena de la historia inglesa del siglo XVII. En la cartela que cuelga junto a la obra en la National Portrait Gallery de Londres se lee: “Hombre desconocido, antiguamente conocido como James Scott, duque de Monmouth”. Nada menos.

Y en cuanto al autor, anónimo también. Es sabido que ese noble de nombre James Scott, protestante, murió decapitado por haber tratado de descabalgar del trono a su tío, el católico rey James II de Inglaterra, en 1685. Hasta que la galería británica lo adquirió en 1910, la familia Wray tuvo catalogada la obra como un retrato del duque de Monmouth en su lecho de muerte.

El cuadro como documento histórico
Pero los restauradores de la pinacoteca londinense la analizaron y determinaron, por el largo del pelo, la edad del modelo y el tema del cuadro, que el lienzo databa de cerca de 1640; o sea, 45 años antes de la rebelión, cuando el traidor ni siquiera había nacido. Otro dato que dan aún hoy por bueno los expertos de la galería es que en la década de 1640 hizo furor entre la nobleza la moda de retratarse en el lecho de muerte.

La discusión es aún más apasionante en boca del historiador de la Universidad de Riverside en California Conrad Rudolph, que ha osado dudar de la versión de la National Portrait Gallery. “Lo que me estimula”, cuenta Rudolph a Quo desde EEUU, “es que cuando veo retratos no pienso en obras de arte, sino en documentos históricos.

Da igual si son figuras conocidas o desconocidas; es más, puede que la historia haya olvidado a personajes que fueron muy relevantes en su momento. Y el trabajo de un historiador del arte es desvelar sus identidades”. El profesor sabe de qué habla, ya que acaba de causar revuelo internacional al presentar su proyecto FACES (un juego de palabras entre “caras”, en inglés, y Faces, Art, and Computerized Evaluation Systems), una línea de estudio que ha comenzado a emplear la tecnología de reconocimiento facial para desvelar misterios como el del duque de Monmouth.

Y aquí asoma el tul de nuevo: “Es una pintura muy poco frecuente que muestra un hombre joven y guapo, tendido en la cama, con los ojos cerrados y con las mantas premeditadamente subidas hasta el cuello”, detalla Rudolph. Y debajo, todavía otra tela que parece querer ayudar a tapar el cuello del difunto… quizá segado por el hacha de una trabajosa decapitación –cinco intentos, según cuenta la leyenda– como la que sufrió el noble levantisco.

‘Faces’, hay que tener cara
Para apoyar su teoría, el equipo de FACES ha propuesto utilizar las mismas tecnologías que emplean los cuerpos de seguridad de medio mundo, inspiradas a su vez en los avances del FBI y la CIA –que, por supuesto, dan pocos detalles–.

La parte informática del proyecto la lleva el también profesor Amit Roy-Chowdhury, quien nos atiende a la vez: “A base de combinar los diferentes programas de reconocimiento facial que se usan actualmente, estamos creando nuestros propios algoritmos. Y algo en lo que nos queda mucho trabajo es en mejorar las mediciones cuando el ángulo de visión no es frontal”, nos explica. Los parámetros básicos (véase la pág. 87) que usan casi todos los programas de reconstrucción de caras son tres: “Los rasgos locales, que son los extremos de los ojos [zona de los lagrimales] y la punta de la nariz; los rasgos antropométricos, o sea, las distancias entre esos rasgos locales; y la forma global de la cara”, responde desde su despacho en California.

Reparemos en el detalle del ángulo de visión del retrato. El problema no es manco, porque obliga a interpretar –que no a hacer mediciones objetivas– las distancias de la fisonomía del rostro. El primer paso para determinar cuáles eran las facciones del duque de Monmouth ha sido recopilar tres retratos que son certeramente de James Scott, y de ahí extraer conclusiones sobre sus medidas. Para terminar de perfilar esas distancias y proporciones, usan estándares por razas, zonas geográficas, sexo…, sacados de estadísticas. Una vez que tengan algo parecido a un retrato robot, ya pueden compararlo con el cuadro sobre el que haya dudas.

Pero, incluso cuando las obras están bien catalogadas y se sabe quién se asoma a esa ventana de la historia, ¿son totalmente fiables? Pues no. De un artista a otro, aparte de la pericia y el estilo, varían muchos detalles: la iluminación, la expresión de la cara, el atuendo (sobre todo, sombreros), el vello facial y la postura. Y eso sin contar un factor nada desdeñable y que induce a una confusión difícil de corregir: el que paga manda. Es decir, los pintores –sobre todo en el pasado– trabajaban por encargo y a mayor gloria del interesado; y las puertas de esa gloria se abren mucho más generosamente si el modelo sale guapo, joven y favorecido. Lo cual no siempre atiende a la cruda realidad del interfecto.

El hombre que pone cara al proyecto FACES, Conrad Rudolph, sabe que es uno de los puntos donde deberán esmerarse: “Acabamos de empezar y sabemos que es un paso que deberemos dar, aunque más adelante. Pero bien podría ser que la clave estuviera en los rasgos locales, porque en ellos no hay modo de halagar al interesado”.

La historia que vuelve en 3D
Hay dos buenas noticias de hoy y del pasado que, juntas, pintan muy bien. Actualmente, si se obtienen esas medidas exactas de un rostro que solo conocíamos en dos dimensiones –“usando pinturas realizadas desde distintos ángulos”, precisa Amit Roy-Chowdhury–, podemos recrear las facciones en tres dimensiones. Es como se reconstruyó, por ejemplo, el rostro de Tutankamón o, sin ir más lejos, como se fabrican figuritas de Batman. Así, se podrían reconocer esculturas. Y la buena nueva del pasado es que existen esas estatuas, además de máscaras mortuorias –moldes del rostro al morir– y bustos de personajes históricos con los que se puede andar el camino inverso: realizar mediciones, plasmar en dos dimensiones el rostro y compararlo con un cuadro dudoso.

Es algo que se pretende hacer con la máscara y un busto de Lorenzo de Medici (1449-1492), para luego poder buscar otras apariciones estelares en cuadros en los que no se sabía que estaba, y obtener así datos históricos sobre su influyente figura en la Florencia renacentista.Porque muchas veces solamente el autor del encargo y el artista sabían quiénes eran las personas que figuraban en las escenas de lienzos, frescos y estampas de libros; y aun cuando se conocieran todos esos detalles, podían perderse al cambiar de manos la obra, cosa muy frecuente cuando las familias caían en la ruina.

Más allá de pinceles y cinceles, los creadores de FACES apuntan que su tecnología puede acabar siendo muy útil también para escrituras y edificios. En tanto que el software en el que trabajan se basa en reconocer similitudes de formas, a su vez basadas en distancias entre puntos, sería cuestión de tiempo que se adaptara al reconocimiento de caracteres tipográficos. Los paleógrafos trabajan casi a ciegas para datar documentos y atribuirles un autor; su única fuente es la observación casi a simple vista y la documentación al uso.

Así que agradecerían que una tecnología comparara con precisión letras y estilos de escritura. Y como está dicho, esa misma lógica de medidas y variaciones bien podría ayudar a estudiar técnicas arquitectónicas o modificaciones en la estructura de monumentos, a base de comparar obras de arte y edificios que se han conservado. Si lo logran todo, ya va a ser un invento digno de enmarcar.

Redacción QUO