La misma pasión inflamó a la España de los siglos XVI y XVII. Como en China, se consideraba que cuanto más pequeño, más bello era un pie. Las mujeres los ocultaban incluso calzados. Las largas y espesas faldas de entonces llevaban un doblete interior donde introducían los pies al sentarse. “Como las chinas, las españolas se ponían a salvo de cualquier mirada para calzarse”, según Madame d’Aulnoy, la escritora francesa que viajó por nuestro país a finales del XVII. D’Aulnoy se quedó pasmada al saber que “después de que una dama ha tenido con un caballero todas las complacencias posibles, la última rendición y máximo favor consiste en enseñarle el pie”. Pero muy pocos hombres conseguían tal favor. Se cuenta que, cuando a Isabel la Católica le estaban dando la ex­tremaunción, no consintió que se los tocaran. Por su parte, Francisco Pacheco, pintor y suegro de Velázquez, exigía que los de la Virgen jamás aparecieran desnudos en los cuadros. Ni los senos, ni el sexo eran tan importantes. Ver unos pies en cueros suponía enamorarse de su dueña, como le ocurre al protagonista de una obra de Lope de Vega, el cual, al cruzar un arrollo, ve los pies de su acompañante e inmedia­tamente se inflama de amor. En otra de sus obras, uno de los personajes dice: “Si matas con los pies, Inés hermosa, ¿qué dejas para el fuego de tus ojos?” Hasta tal punto eran afrodisíacos, que había hombres que no se atrevían a regalar zapatos a sus amadas porque podían comprometerlas, ya que “quien zapatos envía, presume que ha visto el pie”. Podemos comprender ahora que la escena del Quijote en que el cura y el barbero contemplan escondidos cómo Dorotea se lava los pies es un pasaje fuertemente erótico. El erotismo del pie se extendió con los años a Francia. Al escritor del siglo XVIII Nicolas Restif de la Bretonne le seducían tanto los pies y el calzado que llegó a seguir a una chica de París a Lyon solo porque llevaba el pie calzado con unos bellísimos zapatos verdes. Los pies al natural escandalizaron también en la mojigata Inglaterra victoriana. Se llegó al extremo de vestir las patas de mesas y sillas con elegantes ropitas que ocultaban su “desnudez”. Así se evitaba que cualquier impúdico caballero pudiera relacionarlas con los pies femeninos. Cuando, tras la I Guerra Mundial, la falda comenzó a subir, el erotismo se trasladó a la pierna. Esta ha constituido el objeto erótico por excelencia del siglo XX, ensalzado por la literatura, la pintura, la poesía y el cine. La escena de El graduado con el primer plano de la pierna de la señora Robinson exacerbó los deseos de los jóvenes de mayo del 68. El olvidado novelista español León Villanúa publicó en los años 20 La bailarina de las piernas de seda, en la que un transeúnte, subyugado por el caminar de una chica, la sigue hasta el interior de un ómnibus. “He subido al autobús exclusivamente para verla a usted de cerca”, le dice. “¡Tiene usted las piernas más armoniosas de Inglaterra!”

¡Arriba las faldas!
La revolución sexual de los 60 subió las faldas aún más, puso de moda el bikini y lo sembró todo de sicodélicos desnudos. El erotismo corrióhacia sitios más palpables. Ahora, a punto de acabar la primera década del siglo XXI, el desnudo y el sexo explícito lo llenan todo. El cine, la televisión e internet lo ponen al alcance de la mano en unos segundos y sin esfuerzo. Estamos más sexualizados que nunca, pero también tenemos la cota más baja de erotismo de toda la Historia. La sociedad actual necesita sensualidad. El pie recobra velozmente sus derechos de seducción. Tan despreciada extremidad, relegada durante siglos al papel de Cenicienta, va camino de convertirse en Reina. ¡Por fin encaja el zapatito de cristal!

Redacción QUO