La historia de El origen del mundo es paradigma de los cuadros “vergonzosos” que han nutrido muchas colecciones. Acaso por el secretismo que siempre ha rodeado al lienzo, su trayectoria es confusa; sin embargo, sabemos que cuando Khalil-Bey se vio en la necesidad de venderlo, pasó de mano en mano hasta llegar a las del psicoanalista francés Jacques Lacan. En esta ocasión, su mujer, Sylvia Bataille, no solo no se sintió ofendida por la imagen, sino que probablemente fue ella misma quien le animó a adquirirla. Aun así, el trabajo de Courbet continuó condenado al ostracismo: si Khalil-Bey lo ocultaba bajo una cortina verde, Lacan llegó a encargar a André Masson una pintura que le sirviera de tapadera.
Aunque muchas obras consiguieron superar los reparos de sus contemporáneos y pasar a la posteridad, se han dado casos de imágenes que, llegadas a manos de propietarios con demasiados escrúpulos, han tenido una historia más trágica. Tal es el caso de Leda y el cisne, de Correggio, según Portús: “Uno de los cuadros con mayor fama erótica de toda la Edad Moderna”. La escena puede parecer inocente a nuestros ojos, pero su autor, artista italiano del s. XVI, la realizó para un público bien conocedor del mito, enterado de los motivos por los que la chica que sostiene a Zeus metamorfoseado en cisne entre sus piernas muestra cara de satisfacción.
Tanta pasión debía de suscitar Leda que las iras puritanas casi acaban con ella. A principios del siglo XVIII, el lienzo llegó a manos del duque de Orleans, cuyo hijo, el futuro rey de Francia Luis XV, mandó romperlo y quemar los trozos. Por suerte, la tarea de achicharrar los pedazos recayó sobre el pintor Charles-Antoine Coypel, quien, desobedeciendo la orden, pudo restaurar la tela.
En el caso de España, la pervivencia de obras que muestran a hombres y mujeres como Dios los trajo al mundo es, según Arturo Colorado, es­pecialista en Arte y profesor de la Universidad Complutense de Madrid: “Casi milagrosa”. Porque, si bien Felipe II y Felipe IV coleccionaron y ocultaron pinturas de desnudo, otros monarcas a punto estuvieron de destruirlas.

Hojas de parra
Carlos III, en teoría el monarca por excelencia de la Ilustración española, tuvo a pesar de eso un exacerbado espíritu riguroso, que le llevó a querer aniquilar los lienzos “indecentes” de las colecciones reales.
Felizmente, también estos tuvieron su ángel de la guarda encarnado en el pintor Anton Raphael Mengs, quien consiguió convencer al monarca de que sería suficiente con encarcelarlos donde solo los expertos pudieran verlos. Paradojas de la historia, poco antes de que Carlos III quisiese deshacerse de varias obras maestras, en las excavaciones de Pompeya y Herculano, que se habían emprendido bajo sus auspicios, empezaban a aparecer cientos de imágenes de contenido sexual.
Aunque el monarca decidió publicar los hallazgos, fiel a sus ideas, limitó el conocimiento de muchas de ellas a quien contase con un permiso. Con el tiempo, se trasladaron al Museo Nacional de Nápoles, pero en 1819, Francisco I, duque de Calabria, sugirió recluir los ejemplares “poco apropiados” donde únicamente pudiesen verlos “personas maduras y de buena reputación moral”. Desde entones, la Colección Pornográfica ha pasado por distintos grados de clausura y apertura, hasta que se abrió definitivamente en 2000. Asimismo, en el Museo Británico de Londres muchas antigüedades se vieron confinadas en el siglo XIX a un Museo Secreto; en la Biblioteca Nacional de París se enviaron al Infierno los libros “contrarios a las buenas costumbres…”
Pero también hoy algunas piezas son relegadas a la oscuridad: en febrero de 2008, una Venus de Cranach el Viejo que aparecía en un cartel para publicitar una exposición del pintor no pudo aparecer en los andenes del Metro de Londres, aunque finalmente la Oficina de Transportes dio marcha atrás y la autorizó. Parece que algunas hojas de parra no se marchitan nunca.

Redacción QUO