Pero si en algún campo de la ciencia el pis ha desempeñado un papel protagonista en la experimentación, ese es el de la medicina. Con especial incidencia en el estudio de las hormonas, aprovechando el hecho de que aparecen en cantidades significativas en la orina. En esta línea, el experimento más sonoro (más, si cabe, si se tiene en cuenta el aspecto onomatopéyico) fue el Proyecto Pi-Pi. Así fue rebautizado en el “mundillo” académico, a modo de recordatorio de la materia a estudio, el oficialmente denominado Proyecto PP (siglas de Progesterona Pincus). Fue puesto en marcha en 1955 por el doctor John Rock, una eminencia en el campo de la infertilidad, amén de uno de los integrantes de la terna a la que se atribuye la paternidad de la píldora anticonceptiva, junto al propio Gregory Pincus y al bioquímico Carl Djerassi. El reto de dicho proyecto era comprobar la eficacia de las progestinas (compuestos sintéticos con una acción fisiológica análoga a la de la hormona sexual femenina progesterona) sintetizadas por Djerassi. Y su verdadero héroe anónimo fue el ayudante de Rock, el obstetra Luigi Mastroianni. Durante los dos meses que duró el experimento, Luigi analizó a diario las muestras de orina de las cincuenta mujeres voluntarias. Estas permanecieron aisladas durante ese período, para constatar que, efectivamente, ninguna de ellas ovulaba, en lo que supuso el paso clave, por ser el indispensable ensayo clínico para la aprobación como fármaco de la píldora anticonceptiva.
De vuelta a la trascendencia de la relación orina-hormonas, en la actualidad, las “aguas” de mujeres postmenopáusicas o embarazadas son la fuente de la que se obtienen las hormonas aplicadas en tratamientos de fertilidad. En tanto que a partir de la de las yeguas embarazadas se obtienen hormonas aplicadas en tratamientos hormonales sustitutivos para la menopausia. Supone la perpetuación del método ensayado por el bioquímico polaco Cassimir Funk, más conocido por ser el acuñador del término “vitamina”, quien en la primera mitad del siglo XX se concentró en la obtención de hormonas sexuales (en cantidades de apenas un puñado de miligramos) a partir de cientos de litros de orina. Mas como no solo de hormonas vive el hombre, ni tampoco la mujer, ni mucho menos los doctores, la orina también ha sido el perfecto caldo de cultivo para otros gloriosos y extravagantes experimentos médicos. Para abrir boca, el efectuado en la década de 1720 por el dentista francés Pierre Fauchard, considerado uno de los fundadores de la odontología moderna y que, tan “avanzado” él, contó con la colaboración de sus pacientes para comprobar las bondades de los enjuagues de orina para aliviar las caries. Resultó ser una iniciativa médica que no tuvo mucho éxito, todo hay que decirlo. Todavía más escatológicos fueron los ensayos efectuados en Filadelfia a principios del siglo XIX por el aspirante a médico Stubbins Ffirth, quien, en su afán por demostrar su tesis de que la fiebre amarilla no era una enfermedad contagiosa, no tuvo reparos en ingerir e inyectarse la orina aún tibia de enfermos aquejados por dicho mal, entre otras delicatessen que incluían vómito fresco, heces, esputos… Pero, dado que la fiebre amarilla sí que es una enfermedad muy contagiosa, lo único que logró demostrar el temerario Ffirth, que no llegó a contraerla pese a sus continuos y memorables esfuerzos, es que los milagros médicos sí que existen en ocasiones. Al menos, tan colorista y repulsiva dieta le sirvió para obtener el ansiado título de doctor.
Por eso, parece evidente que puestos a mear en (un) balde o en cualquier otro recipiente similar, es mucho mejor hacerlo por causas que realmente sean provechosas para la Humanidad, como los viajes espaciales. Bienvenidos, por tanto, a la era de la ciencia-micción.

Redacción QUO