No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país”, arengó a sus conciudadanos J. F. Kennedy durante su inspirado discurso de investidura. Pues bien, a lo largo del pasado mes de julio, lo que los patriotas yanquis –y en realidad, todo el que lo tuviese a bien– podían hacer por su nación era orinar en un frasco, donar la muestra a la NASA y contribuir a la consecución del Proyecto Orion (que no Orinón), que aspira a devolver al hombre a la Luna antes de 2020.

Cierto que, tal vez, esta actuación no pueda entenderse como dar lo mejor de uno mismo. Pero con el arsenal de líquidas contribuciones recogido (han recolectado unos 450 litros), la Agencia pretende cubrir la demanda de esta materia prima requerida por sus ingenieros. Se utilizará para poner a prueba un nuevo producto químico capaz de mantener en suspensión las partículas sólidas presentes en la orina, lo que evitará que en condiciones de microgravedad aquellas atasquen los retretes espaciales. Porque sí, hasta el infinito y más allá, pero el agua al canario hay que cambiársela aquí y en la Luna. No obstante, no se trata del primer (ni tampoco será el último) experimento científico, ni el más curioso, ni mucho menos el más “resultón”, en contar con la orina humana como producto de partida fundamental. Sin ir más lejos, ni en el tiempo ni en el espacio, y gracias a una iniciativa similar, en 2004 científicos del Ejército estadounidense pudieron confirmar la utilidad de una novedosa y muy práctica ración alimenticia deshidratada que, para rehidratarse y convertirse en el rancho de la tropa, solo requería de la orina del soldado. Estaba dotada de un envoltorio de naturaleza membranosa, con un tamaño de poro tal que permitía el paso del líquido al interior, bajo la acción de la presión osmótica, al tiempo que impedía que bacterias y demás agentes infecciosos y tóxicos, demasiado voluminosos, atravesasen las líneas.

Redacción QUO