Durante nuestra conversación telefónica, el mago estadounidense Brad Henderson me pide que mire mis puños cerrados y vaya extendiendo mis dedos uno por uno mientras los cuento con él en voz alta, según esta fórmula: “Uno-ocho, dos-ocho, tres-ocho, cuatro-ocho, cinco-ocho, seis-ocho, siete-ocho, nueve-ocho, diez-ocho, once-ocho”. “¿Tiene usted once dedos?”, pregunta. “¡No!”, replico con una sonora carcajada. Caí. La única herramienta que ha utilizado para engañarme ha sido el lenguaje. Concretamente, su ritmo. La usual cadencia al contar siete, ocho, nueve resulta tan familiar a mis oídos que no he percibido la falta de la unidad ocho-ocho. “La magia se basa en la manipulación no solo de los objetos, sino de las percepciones de la gente, y desde tiempo inmemorial el lenguaje nos proporciona las más poderosas técnicas para lograrla”, me consuela.

Una de esas técnicas es la capacidad de sembrar imágenes en las mentes ajenas. Y me habla del truco “la mano ligera y pesada”, en el que se pide al público que extienda las manos con las palmas hacia arriba y cierre los ojos. Después se les induce a imaginar que soportan el peso de una serie de libros en la derecha y llevan atados varios globos de helio en la otra. En ciertas personas, la derecha empieza a descender y la izquierda a ascender en el aire. Es decir, la sugestión llega a provocarles una respuesta física, y la forma más extrema de esa sugestión se llama hipnosis.

Junto a esa faceta, la herramienta lingüística se desempeña también como creadora de un clima humorístico, al que recurren muchos profesionales de la magia. No solo por entretener. La distensión de la risa baja la guardia de nuestra atención, y el artista puede aprovechar esos momentos para ejecutar los efectos que no desea que veamos. Pero además, en opinión de Berenson, un uso consciente y bien trabajado del lenguaje “establece la diferencia entre ver un truco y pensar: ‘vaya, qué mago tan habilidoso’ y experimentar el profundo sentimiento de asombro, maravilla y fascinación que caracteriza la auténtica magia”. De ahí la utilidad de contar con esas palabras inconfundiblemente mágicas, como voilà!, abracadabra, hocus pocus, e incluso el más moderno e inolvidable “tatatachán” de Juan Tamariz.

Su poder se explica con la traducción más aceptada de abracadabra, basada en el origen arameo que se le atribuye (avra kahdabra): “Creo de la nada a medida que hablo”. La fórmula registra la ancestral creencia en el don de la palabra para generar realidades, y dominarlas. Cuando nos enfrentamos a un truco que desafía la manera natural en que deberían suceder las cosas, ¿qué mejor que uno de esos términos expresado con convicción para indicarnos la acción de una fuerza poderosa e incomprensible?

Mejor si no lo entiendes

Además de los citados, los espectáculos mágicos se encuentran regados de alakazam, presto-chango, shazam, o sim salabim como términos clásicos. Aunque no existen normas para su formación, la tradición de recurrir a expresiones incomprensibles para el público se remonta a las actuaciones de los hechiceros medievales, según recoge el Diccionario de Palabras Mágicas de Craig Crowley. Las lenguas ya en desuso y los sonidos exóticos se muestran especialmente efectivos, porque, al igual que nos ocurre con los cuentos sucedidos “érase una vez”, nos resulta más fácil olvidar la racionalidad cuando nos sitúan en un contexto ajeno a nuestra realidad. Las aventuras de Harry Potter nos han entregado la última prueba de la fascinación de un conjuro bien creado. Si les añadimos recursos literarios, como la rima, la aliteración y las cadencias rítmicas, nos hallaremos entregados al poder de la magia.

Pilar Gil Villar