La capacidad de morder es algo muy interesante. Sin ella no habría tiburones, tiranosaurios, cacatúas, conejos ni humanos. Al principio, los peces no podían morder por la sencilla razón de que no tenían mandíbulas. Sus bocas se limitaban a raspar o chupar el alimento. Pero hace más de 450 millones de años tuvo lugar una transformación espectacular: parte del esqueleto que sostenía las branquias comenzó a colaborar en la succión, abriéndose y cerrándose. El sistema funcionaba tan bien que la evolución acabó hipertrofiando aquella bisagra y convirtiéndola en las primeras quijadas. Entonces, se abrió todo un mundo de posibilidades gastronómicas y predatorias. Excepto las ex­quisitas lampreas y los viscosos mixinos, parásitos de bocas chupadoras, todos los peces actuales –y, por supuesto, todos los vertebrados terrestres– descendemos de aquel linaje de inventores de las mandíbulas. Lo que no hace sino dejarnos con la boca abierta de asombro.

Redacción QUO