Wagensberg: Podría considerarse casi obsceno. Yo creo que cualquier placer es una capacidad mental: el que disfruta siempre es el cerebro, y es la par­te cultural la que te prepara para ello. Cuanta más música es­cuchas, más capacitado es­tás para disfrutarla, lo mismo ocurre con la cultura. Los placeres básicos son como el alfabeto: lo dulce son las letras, pero con las letras se forman palabras, y hay más conceptos que palabras, y juntas palabras y haces frases, y con las frases, novelas… La novela es como la cocina, tiene esa complejidad.
Quo: Describes (Wagensberg) en tu libro un gran momento de placer y es un sueño. Un sueño en el que te ves convertido en un gorila que camina desnudo por la selva. Te sientes en el paraíso, del que no querrías salir. Pero ¿no sería este un placer elemental?
Wagensberg: Es un placer básico, pero no simple. Hay placeres ancestrales, como el gusto por la naturaleza, que hemos acumulado en nuestra propia evolución, y de la época en que vivimos en la naturaleza nos queda ese recuerdo de placer. Con la comida es lo mismo: es diferente el olor a quemado que asusta, porque advierte del fuego, al olor a tostado que indica que por ahí están cocinando.
Adrià: Me gustaría saber qué entendemos como cultura. Imaginemos que llega a El Bulli un tipo de Silicon Valley vestido de Armani. Llega y piensas que le va a encantar, por su imagen de vanguardia, le supones culto… Después llega un señor de un pueblecito, de 60 años, y le dices al camarero: “Oye, adviértele de que le puedes hacer otra cosa”. Igual es un regalo de sus hijos y el hombre va a pasarlo fatal. Y resulta que desde el primer momento, este hombre que no tenía ningún feedback de la cocina de vanguardia, se entusiasma.
Wagensberg: Es importante ir “limpio” de mente ante lo nuevo. Antes, lo típico de los museos era “prohibido tocar”. Y aquí hicimos también un salto sensorial al quitar la vitrina. Rompimos, y el lema pasó a ser “prohibido no tocar”. El problema de una pantalla, como internet, es que no lo puedes tocar, ni lamer. Ahora se trata de que el museo sea un con­centrado de realidad, co­mo la cocina, que es realidad concentrada.
Adrià: Hay diferentes pla­ceres. Pasar el domingo en el sofá, es a-intelectual, pero no hacer nada me interesa pocas veces. A mí lo que me gusta es aprender… de la vida, no solo de la comida. Ahora tengo la suerte de conocer gente maravillosa, como Jorge, que te aporta cosas, y eso sí que es placer, que te regalen una información selecta. Cuando co­noces personas como Vicente Todolí y estás una hora con él hablando de arte, sientes el máximo placer. Trasladado a lo que yo hago, el máximo placer que creo haber dado ha sido crear una nuevo lenguaje, un nuevo mundo.

Redacción QUO